Tinto de verano | GENTE

LA EXTRAÑA PAREJA

Cuando llegamos aquí nos relacionábamos poco con los vecinos. Para qué negarlo, nos parecía poco fino. Nosotros podemos ser tan pedorros como el que más, que si la barbacoa, que si la mesita de jardín con el agujero para meter la sombrilla, que si los farolillos en el césped, esos farolillos que le dan a nuestro humilde jardín un aire de mansión de Zsa Zsa Gabor que a mí me gusta. Pero el que tengamos inclinaciones vulgares no quiere decir que tuviéramos que compartirlas con la vecindad; al contrario, preferíamos tenerlas en secreto. Siempre nos ha gustado decirle a nuestros conocidos madrileñ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando llegamos aquí nos relacionábamos poco con los vecinos. Para qué negarlo, nos parecía poco fino. Nosotros podemos ser tan pedorros como el que más, que si la barbacoa, que si la mesita de jardín con el agujero para meter la sombrilla, que si los farolillos en el césped, esos farolillos que le dan a nuestro humilde jardín un aire de mansión de Zsa Zsa Gabor que a mí me gusta. Pero el que tengamos inclinaciones vulgares no quiere decir que tuviéramos que compartirlas con la vecindad; al contrario, preferíamos tenerlas en secreto. Siempre nos ha gustado decirle a nuestros conocidos madrileños que veníamos aquí a retirarnos, con nuestros ordenadores, nuestras relecturas (nunca lecturas, por Dios) y nuestros personales cineclubes caseros: Kiarostami, Wenders, si nos da tiempo revisaremos Bergman... A quién le importa si luego nos ponemos el pack de Leslie Nielsen. Pero a fin de mantener nuestra imagen pública tantos años trabajada, de gente nada amiga de los saraos y retraída, cada vez que los vecinos venían a proponernos que nos uniéramos a sus juergas nocturnas les decíamos que no, que no lo tomaran a mal, pero que habíamos venido aquí a agrandar nuestras obras.

Se ve que los vecinos se cansaron de tantas negativas y decidieron respetar nuestra acendrada misantropía. Todas las noches nos poníamos a cenar a solas en el jardín y desde el otro lado de la verja nos llegaban el olor a sardinas, las risotadas de los matrimonios y los chistes picantes. Entonces comentábamos la suerte que teníamos de estar solos, de no haber sucumbido a las invitaciones (sobre todo yo, que me he pasado un año pagándole al psicólogo un dineral para aprender a decir no, y ahora digo que no a todo, hasta a cosas que me apetecerían bastante). También nos reíamos por lo bajini -de un chalé a otro se oye todo- de la vulgaridad de la gente que no sabe estar sola con su propio mundo interior. Un día pasó una cosa curiosa, resultó que el vecino empezó a contar un chiste, uno de esos chistes bastísimos que cuentan los maridos y las mujeres escuchan tapándose la cara con la servilleta. Cuando llegó el momento del desenlace a nosotros nos había entrado una curiosidad salvaje, pero no pudimos oírlo, porque se ve que el chiste acababa con mímica. Sin poder evitarlo, nos arrimamos a la verja para ver el desenlace: el vecino estaba haciendo una postura como de ponerse con el culo en pompa. Tenía gracia, tenía mucha gracia. Nos echamos a reír con ganas, con ilusión. De pronto repararon en nosotros y nos dijeron que si queríamos cenar, pero dijimos, no, gracias, ahora tenemos que ponernos a trabajar. Aun así, nos dieron una chuleta a través de la verja y allí nos la comimos.

La cosa se lió y empezamos a ceder, que si un día en nuestra casa, que si luego en otro chalé, que si a una capea. Yo empecé a hacer aeróbic con mis vecinas en el polideportivo municipal. No hacemos mucho deporte porque hay una que es una cachonda y nos meamos con ella de risa. Nos estamos integrando. Ayer mi santo entró en casa y me dijo: 'Mañana, chuletada. Nosotros llevamos el all i oli'. Ahí no quedó todo, sacó un chándal viejo del armario y, poniéndomelo delante, me dice: '¿No pretenderás que vaya con esto a jugar al futbito?'.

Sobre la firma

Archivado En