A LA MANERA de Carlos Boyero | GENTE

VAMPIROS

En agosto, los grandes mitos del cine mueren como moscas. Lo hacen aposta, los muy cabrones. Para que los que amamos el séptimo arte podamos dedicar las vacaciones a practicar la nostalgia de la mitomanía, ésa que nos hace desempolvar las carpetas de los archivos y redactar necrológicas en las que recordamos lo de puta madre que lo pasamos viendo sus películas. Nunca sabré qué clase de milagro separa a las estrellas del común de los mortales.

¿Quién decide que Ava Gardner pueda beber hasta caer rendida y tirarse a taxistas, toreros y camareros de media España y pasar a la historia mient...

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En agosto, los grandes mitos del cine mueren como moscas. Lo hacen aposta, los muy cabrones. Para que los que amamos el séptimo arte podamos dedicar las vacaciones a practicar la nostalgia de la mitomanía, ésa que nos hace desempolvar las carpetas de los archivos y redactar necrológicas en las que recordamos lo de puta madre que lo pasamos viendo sus películas. Nunca sabré qué clase de milagro separa a las estrellas del común de los mortales.

¿Quién decide que Ava Gardner pueda beber hasta caer rendida y tirarse a taxistas, toreros y camareros de media España y pasar a la historia mientras que nosotros, espectadores de a pie, casi tenemos que pagar para que alguien se digne soportarnos cuando nos da por darle a la sin hueso en cualquier barra o similar trinchera?

A cambio, las estrellas pagan su magnetismo con esa soledad de gafas de sol, cicatrices de cirugía estética y barbitúricos, esos confetis químicos, tirados sobre la moqueta. Si las piscinas hablasen, nos contarían los polvos de estrella con jardinero y matahari, de camarero con colocadas triunfadoras de una sola película o el trágico final de alguno de esos divos que en sus desenfrenadas orgías acababan aporreando las teclas del piano con la extremidad incorrecta.

El arte les consume, es cierto, y el esfuerzo de los iluminadores para retratarlos de la mejor manera es, en contrapartida, una forma de erosión que el éxito acelera. El precio de su belleza es la vida que les robamos a cambio de que nos hagan creer en tantas mentiras, magia y morbo, dianas sobre las que lanzar los dardos de la indiferencia, del olvido o de la calumnia, vidas convertidas en escaparates en los que cada detalle repercute mucho más allá de la pantalla, como un eco maravillosamente adictivo y que acaba, casi siempre, en estrepitoso choque sin sobrevivientes.

Inestabilidad y dolor, dosis mareantes de voluptuosidad en un mundo de rameras y macarras, de malvados magnates que, con el anzuelo del séptimo arte, seducen a inocentes chicas recién llegadas del pueblo con la promesa del séptimo cielo para, al cabo de un tiempo, convertirlas en putones decadentes adictos al pico, al electrochoque o a la raya continua.

Por eso las estrellas se mueren en agosto. Porque, después de tanto sufrir, no soportan ese sol que explota como una jodida palomita de maíz y minimiza su resplandor. Son como Drácula. Viven mejor de noche, chupando la sangre de sus víctimas bajo la lluvia.

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