Reportaje:LA PLAYA | Almería y Miguel Naveros

El paraíso perdido

Eran cuartos de estar aquellas pequeñas playas que formaban la playa estrecha y larga de Almería, saloncitos cada uno de los cuales con su nombre muy preciso (San Miguel, Villagarcía y Las Conchas, la de la foto; Villa Cajones y Diana a poniente, entre los embarcaderos; El Zapillo y La Punta a levante), su propia un día cuidada decoración, unas pocas casas casi todas de una planta y nunca más de dos, un submundo de casetas donde se cambiaban los no muchos bañistas y un léxico particular que tenía un solo rasgo en común con los de al lado: ir al centro se decía ir a Almería.

La mía era ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Eran cuartos de estar aquellas pequeñas playas que formaban la playa estrecha y larga de Almería, saloncitos cada uno de los cuales con su nombre muy preciso (San Miguel, Villagarcía y Las Conchas, la de la foto; Villa Cajones y Diana a poniente, entre los embarcaderos; El Zapillo y La Punta a levante), su propia un día cuidada decoración, unas pocas casas casi todas de una planta y nunca más de dos, un submundo de casetas donde se cambiaban los no muchos bañistas y un léxico particular que tenía un solo rasgo en común con los de al lado: ir al centro se decía ir a Almería.

La mía era San Miguel, la más angosta porque su paseo, una franja elevada aunque igualmente enarenada que corría ante el porche continuado de sus casas, era el más ancho, y no mucho, caricatura de un viejo proyecto de balneario que nunca se realizó y quedaría con el tiempo reducido a unos vestuarios públicos que completaban lo que era poco más que una estancia familiar que ofrecía al hijo único y aislado de una gran ciudad, yo mismo, un auténtico paraíso entonces perdido diez meses al año y ahora para siempre por más que me haya trasladado a esa playa a vivir el año entero.

Ya no hay pescadores tirando del copo en la mañana temprano, los bañistas miran el reloj en vez de calcular la hora, casi nadie sabe el nombre, o en su defecto el mote, del vecino, no abre hambres el olor de las sardinas y el limón granizado de las máquinas es mucho peor que el de las barraquillas que surgían tras los cañaverales.

Fue trágica también en estas playas la frontera de los últimos sesenta, cuando la santa alianza de unos especuladores voraces, unos políticos corruptos y unos arquitectos desalmados e ignorantes empezaron a desmontar la ciudad mediterránea y plana para levantar sobre sus ruinas una impersonal cargada de torres que han hecho lo que parecía imposible: reducir a la oscuridad unas callejas por propia esencia luminosas y cambiar la limpieza del viento reparador en las tardes de asfixia por malolientes montones de basura que manchan de negro las esquinas.

Todo lo han afeado y todo lo han taponado: ya no hay quien distinga ni una casa de la contigua ni una playa de la de al lado, y ya ni se ven aquellos picos de Sierra Alhamilla que emergían sobre villas y casetas apenas se nadaba un poco. Los cuartitos de estar son ahora el pasillo central de una gran área comercial y de San Miguel apenas quedan el recuerdo y unas cuantas fotos.

Miguel Naveros es escritor y nació en Madrid en 1956.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

ASÍ ES HOY

Agua: Limpia y habitualmente clara. Su calidad la garantiza la concesión de banderas azules. Arena: Grisácea y bastante fina. Un sistema de limpieza municipal se encarga a primera hora de la mañana de que todo esté listo para cuando lleguen los bañistas. Servicios: Una caseta de socorro, una torreta de vigilancia. Duchas y accesos para minusválidos cada pocos metros. Numerosos bares, restaurantes y quioscos de helados en el paseo marítimo.

Archivado En