Columna

Golfista

Finalmente las cabras invadieron los verdes campos del golf, y el pastor con su gayata abatió, sobre el green, dos anotadores y un caddie temerario y servil, que quedó muy decorativo, con las narices en el último hoyo. Con tan sólo tres golpes, el cabrero hizo un recorrido impecable y ganó un stroke play, sin tener conciencia de su hazaña deportiva, y con su garrota de olivo. Mientras, los animales devoraban el césped, la arboleda, las hojas de los rosales, los manteles de la cafetería y los manuales de golf. Los socios del club huyeron horrorizados del lugar. Las cabras y...

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Finalmente las cabras invadieron los verdes campos del golf, y el pastor con su gayata abatió, sobre el green, dos anotadores y un caddie temerario y servil, que quedó muy decorativo, con las narices en el último hoyo. Con tan sólo tres golpes, el cabrero hizo un recorrido impecable y ganó un stroke play, sin tener conciencia de su hazaña deportiva, y con su garrota de olivo. Mientras, los animales devoraban el césped, la arboleda, las hojas de los rosales, los manteles de la cafetería y los manuales de golf. Los socios del club huyeron horrorizados del lugar. Las cabras y los protozoos de su intestino arrasan cualquier civilización de celulosa, y dan una leche abundante en proteínas y hexámetros de los más inspirados poetas clásicos.

Aquel día, no lo olvidará el presidente del club y laureado golfista: cuando trató de impedir el paso de las cabras, le plantó cara un macho barbado, de cuernos rugosos, que exhalaba un insoportable hedor: sin duda, descendía de la abrupta orografía de Pamir. El golfista corrió hasta el Mediterráneo, y cuando se metió en sus aguas, el macho lo contempló despectivamente y emprendió el regreso a los verdes campos. Al golfista lo sacaron histérico, con su gorrita de visera, donde lucía el escudo y las siglas, en hilo de oro, de la United States Golf Association, le dieron tila y lo acompañaron a su residencia: en el salón, su retrato, de tamaño natural y vestuario del XVIII, con el puffer, sobre el hombro, en una copia descarada de Samuel Abbot. El golfista que había sido representante de charcutería, se metió a la especulación y, por unos duros, compró dos humildes chozas y muchas hectáreas de retama, hierbas silvestres y regaliz, donde ramoneaban las cabras, desde tiempo inmemorial. En horas, el rebaño se comió todo el paraíso, y dejó en la ruina al golfista. Los vecinos de las cercanas urbanizaciones, agradecieron la abundancia de aguas, y los niños acariciaron a unas criaturas insaciables y mansas. Cuando los jueces le notificaron la cuantía de la indemnización, el pastor se lió un cigarro de picadura y los miró con la misma mirada del macho cabrío.

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