Reportaje:

De sol a sol, literalmente

Un reportero vive junto a cuadrillas de braceros ecuatorianos la recogida de la fruta en el campo de Murcia

Las cinco y media de la mañana en Jumilla (Murcia). Estrellas por dondequiera. El silencio sólo se interrumpe cuando el viento agita los desperdicios que yacen en la calle. 'Ya nos llovió basura', dice Antonio, un temporero ecuatoriano de unos 55 años que está sin papeles en España, mientras se quita una bolsa de plástico del pecho. Frente al parque, conocido como El jardín del caracol, unos 40 ecuatorianos esperan apoyados en un muro o en cuclillas que los lleven a recolectar fruta. Es difícil calcular cuántos cientos de ellos estarán allí a lo largo de la fría mañana.

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Las cinco y media de la mañana en Jumilla (Murcia). Estrellas por dondequiera. El silencio sólo se interrumpe cuando el viento agita los desperdicios que yacen en la calle. 'Ya nos llovió basura', dice Antonio, un temporero ecuatoriano de unos 55 años que está sin papeles en España, mientras se quita una bolsa de plástico del pecho. Frente al parque, conocido como El jardín del caracol, unos 40 ecuatorianos esperan apoyados en un muro o en cuclillas que los lleven a recolectar fruta. Es difícil calcular cuántos cientos de ellos estarán allí a lo largo de la fría mañana.

Mientras esperan un empleo protegiéndose el rostro del polvo, enfrente varios de sus posibles jefes toman tranquilamente café en la churrería Monreal. Los agricultores, conocidos simplemente como 'jefes', saben que allí siempre encuentran mano de obra barata y disponible. Sólo se trata de levantar la mano y decir el número de gente que necesitan. Todo sucede rápido, muy rápido. La mayoría lo hace desde su furgoneta, sin apagar el motor, como en una huida.

Los jefes saben que allí siempre encuentran mano de obra barata. Sólo se trata de levantar el dedo
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Son casi las siete de la mañana y el cielo clarea. Cabizbajo, Antonio dice: 'Faenar parece imposible'. Pero todavía una treintena de ecuatorianos aguardan a que una furgoneta los lleve a recolectar peras. Algunos tal vez tenían jefe, pero en esta ocasión ya no los necesita. Ahora, lo único que pueden hacer es cruzar los dedos.

'Quiero cuatro..., sólo cuatro', ordena de pronto un señor de unos 50 años desde su furgoneta. Entre empujones, mujeres y hombres levantan la mano y hacen gestos de súplica. Pero sólo entran a la furgoneta los elegidos por el dedo índice del conductor, como si se tratase de una vara mágica. Los escogidos, entre ellos Antonio, van en silencio rumbo a la finca. El jefe comienza una conversación preguntándoles en dónde viven y si saben cortar pera. Las respuestas son escuetas y el diálogo llega hasta allí. Son dos mundos.

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La jornada de trabajo es de siete horas, con media hora para comer. La labor consiste en cortar con las manos todas las peras que sean mayores a la circunferencia creada al juntar los dedos índice y pulgar. Dos personas se encargan de toda una hilera de perales, una a cada lado, y van recogiendo la fruta. Cortar peras y cargar cajas de fruta parece sencillo, pero el desgaste físico y el sol lo hace muy pesado.

Los rostros resecos y los brazos raspados por las ramas de los frutales son algunas marcas que deja este trabajo. Y no se trabaja en silencio, como pudiese suponer un jefe. Entre ellos hablan de otros lugares donde se pueda ganar más dinero. Uno comenta que plantando árboles en Cádiz se gana más del doble que recolectando fruta. Otro opina que lo mejor es la recolecta de la vid, aunque 'hay que tener una cintura de acero' para coger la uva.

A la hora del almuerzo, sentado bajo la sombra de un árbol, Antonio come arroz con un poco de atún. Este hombre ya lleva dos años en España y su sueño es emigrar a Estados Unidos, en donde viven dos de sus hijos. Pero también desea volver a ver a su esposa en Ecuador. 'A mí no me gustaría tener otra mujer, eso crea más problemas', dice. Muchos temporeros casados, que han dejado familia en su país, con el tiempo forman otra pareja, sobre todo entre inmigrantes del mismo origen.

La jornada se alarga sin descanso más allá de las cuatro de la tarde. Es el último esfuerzo tras casi diez horas de trabajo con el estómago relinchando de hambre. El hijo del dueño conduce un tractor en el que los temporeros suben las cajas de pera. Y cuando esperan ansiosos su sueldo, con los ojos dolidos por el sol, el jefe dice: 'Les pago a las diez de la noche, ahora no tengo tiempo'. Nadie le reclama.

Por la noche, en su casa de Jumilla, les paga unas 6.500 pesetas a cada uno. Sin embargo, les debería pagar 500 pesetas más, ya que fueron diez horas de trabajo y la hora se paga a 700. Pero el jefe no considera como trabajo que hayan cargado cajas y recogido basura de la huerta durante los últimos 40 minutos. 'Está bien, ya hice las cuentas', dice autoritariamente ante el silencio de los inmigrantes. Uno de ellos, en lugar de reclamar, con una temblorosa voz le pregunta si mañana podrá trabajar con él. 'No, ya hemos recogido toda la fruta', responde el patrón, y los lleva a la puerta.

Al día siguiente Antonio y sus compañeros estarán, antes de que amanezca, en el mismo sitio, frente al restaurante donde los jefes toman café. Y esperará, una vez más, a ser elegido por un dedo desde una furgoneta, un dedo que le permita a Antonio seguir enviando dinero a su familia y comer arroz con un poco de atún.

Temporeros ecuatorianos en la recolección de la pera en Murcia.JOSÉ MANUEL VIDAL