Columna

Las cartas

Un anuncio televisivo nos previene -imitando la voz desolada de aquel torvo sujeto llamado Arias Navarro- de que el sello ha muerto. La verdad es que llevaba mucho tiempo enfermo y relevado por una estampilla funcional. El sello de Correos parece tener los días contados, y las cartas también, suplantados en la comunicación por internet o vías similares. Va a coincidir su desaparición con el de la moneda acuñada, un largo período que se diluye en la vida de los que llevamos por aquí demasiado tiempo. El tráfico postal está dando las boqueadas y no creo que haya sido reemplazado con ventaja por ...

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Un anuncio televisivo nos previene -imitando la voz desolada de aquel torvo sujeto llamado Arias Navarro- de que el sello ha muerto. La verdad es que llevaba mucho tiempo enfermo y relevado por una estampilla funcional. El sello de Correos parece tener los días contados, y las cartas también, suplantados en la comunicación por internet o vías similares. Va a coincidir su desaparición con el de la moneda acuñada, un largo período que se diluye en la vida de los que llevamos por aquí demasiado tiempo. El tráfico postal está dando las boqueadas y no creo que haya sido reemplazado con ventaja por el lenguaje abreviado y simiesco que inventan los fabricantes de teléfonos digitales.

Con el sello, la carta, el telegrama que confiábamos en las acreditadas manos oficiales de un Servicio aureolado por la eficacia y la lealtad, se van a ir los carteros y ya se nota una contracción en este servicio, en el que sobreviven los veteranos, que caminan hacia la jubilación y están encargados de los giros, los mensajes con acuse de recibo, las cartas certificadas, lo que exige la entrega en mano. Pasado ya el puente de las ilusiones y las expectativas, queda empero la memoria de aquel acecho de los enamorados, para abreviar en unos segundos el conocimiento del sabido mensaje, o para que no cayera en manos paternas o conyugales, abordando al cartero como el heraldo de la dicha. Incluso la reserva, cuando llegaba el portador de los telegramas, hoy documento que desconoce la mayor parte de la población y que, tradicionalmente, se consideraba como transmisor de la mala nueva. Hace mucho tiempo comprobé el misterioso hecho de que las muchachas -casi sin excepción- supieran lo que significaba la lista de correos mucho antes que los chicos. Hoy ni siquiera sé si existe el benévolo y celestinesco servicio. Esperada visita para los novios y los amantes, quizás por impacientes herederos; temida por los morosos y contribuyentes, ahora apenas es el ingrato y despreciado sistema por el que se nos comunica una multa de tráfico o la cita a un juzgado.

Correos, con la natural discreción, se apresta a entrecerrar sus puertas, como otra víctima inexcusable de la nueva civilización de las comunicaciones. La gente ha dejado de escribir, no sólo por las facilidades de otros sistemas de comunicación, sino porque se ha quedado anticuado, no se practica, no se aprende, no se enseña. El sentido de la vista dejó de ejercerse sobre la escritura, en beneficio del oído, que me parece mucho menos de fiar.

El familiar personaje del cartero parece próximo a la desaparición. Para disimularlo se ha inventado la figura del eventual, contratado por tiempo definido, que no acaba de aprender oficio tan delicado que, como todo, exige experiencia y buena dosis de conocimiento de la condición humana. Conozco a uno o dos de los carteros que desde hace más de 20 años trae la correspondencia matutina. Trata a los vecinos por el nombre, no se equivoca en la distribución por los buzones y se cerciora de que hay alguien en casa. Es el cartero que llama dos veces.

Las oficinas de Correos, tanto las de barriada como las centrales de la Cibeles, sin embargo, siempre están solicitadas por el público. Casi nunca nos preceden personas cuya intención es franquear un sobre, sino sufridas empleadas y empleados de minúsculas empresas, que acarrean docenas o centenares de mensajes comerciales, de ésos que solemos tirar sin abrir. La falta de sistematización del trabajo suele ser muy común en las empresas públicas y los bancos, donde nunca se ha hecho la distinción entre una encomienda sencilla y rápida o la morosidad de esas personas que se acomodan sobre el mostrador y cruzan un pie sobre el otro, síntoma de que pueden consumir un cuarto de hora, indiferentes a la cola que se ha formado detrás. Las frecuentes subidas de precio en el franqueo obligan, a veces, a perder el tiempo en esas interminables filas, donde el personaje que mueve nuestra simpatía es el emigrante que no tiene claro cómo despachar el sobre o el paquete hacia su lejana tierra trasatlántica. He de decir que suelen ser atendidos con diligencia y cortesía por los empleados de la ventanilla. Quizás los últimos mensajes, donde se relacionan la esperanza, el desfallecimiento y la nostalgia interminables.

Mi amigo el cartero dictaminó que la situación estaba peor que hacía diez años. 'Y se agravará, no lo olvide', remachó. Decididamente no es un hombre optimista. Un realista como la copa de un pino.

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