Columna

'Bon Tour, tristesse'

El deporte es una traducción simbólica de la realidad. No es extraño que coincida con la literatura. Una de las grandes pretensiones de la literatura es precisamente ésta: sintetizar con palabras la enorme complejidad de lo real. Un partido de fútbol representa, en primer lugar, la lucha por la existencia: la ilusión, el esfuerzo, la dureza del combate... y la decepción o la euforia resultantes. También simboliza la lucha de clases y estamentos: la astucia o la contumacia con que el débil intenta derribar al fuerte y la necesidad que el fuerte tiene de imponerse cruelmente, día a día, partido ...

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El deporte es una traducción simbólica de la realidad. No es extraño que coincida con la literatura. Una de las grandes pretensiones de la literatura es precisamente ésta: sintetizar con palabras la enorme complejidad de lo real. Un partido de fútbol representa, en primer lugar, la lucha por la existencia: la ilusión, el esfuerzo, la dureza del combate... y la decepción o la euforia resultantes. También simboliza la lucha de clases y estamentos: la astucia o la contumacia con que el débil intenta derribar al fuerte y la necesidad que el fuerte tiene de imponerse cruelmente, día a día, partido a partido, para evitar que su poder sea puesto en duda. En todos los equipos se producen tensiones entre jugadores y entrenador: sintetizan la clásica disyuntiva entre iniciativa individual y necesidades colectivas, y la no menos clásica dialéctica entre autoridad y libertad. Cada jugador, finalmente, simboliza un carácter social, una función arquetípica. Romario, el vago más popular del mundo, representa al poeta: abúlico, noctámbulo y genial. Figo es el exponente de las nuevas generaciones: inteligente, trabajador, muy preparado y completamente libre de toda tentación ideológica al margen de la inexcusable vocación de ganar dinero. Guardiola ejerce el papel de lúcido aunque sufriente intelectual comprometido. Rexach responde al prototipo del funcionario convergente: con una gran nariz para captar los vientos favorables, listo, ligeramente irónico, mostrando sin complejos su estómago agradecido. Zidane no es un prototipo, pero responde con precisión al reclamo de los tiempos. Es una falsa utopía. Mejor dicho, una consoladora utopía virtual: en un mundo de inmigrantes que naufragan en patera o se hacinan en los barrios más sucios y desastrosos de las grandes ciudades, Zidane es el protagonista del cuento de hadas moderno: el hijo de unos magrebíes convertido en el archimillonario más aplaudido. Al parecer, donde más le adoran es en Almería.

El fútbol tiene muchísimas virtudes literarias que no tengo espacio para desmenuzar. La Liga, por ejemplo, es narrativa como un novelón: con muchas vidas cruzadas por los azares del tiempo, con los ingredientes propios del género: ambición, poder, sentimientos, miserias y pasiones encontradas. Pero existe otro deporte no menos narrativo, aunque más condensado, el ciclismo, equivalente a la narración corta. La narración del ciclismo es esencialmente francesa. El resto de las carreras son entrenamiento o pedrea. Tiene el Tour una fundamental diferencia con los otros: es el único que no ha ideado reglas para condicionar o dificultar artificialmente la victoria. El fútbol tiene la regla del fuera de juego. La red del tenis impide que la musculatura se imponga completamente al arte. En una pista de baloncesto el tiempo de posesión de la pelota es limitado. No hubo necesidad, en cambio, de complicar con normas especiales la fenomenal dificultad del ciclismo. Simplemente, se trata de llegar antes que los otros.

El ciclista no es un deportista, es un héroe de la antigüedad, una pervivencia de los grandes luchadores antiguos. A pesar de que pedalea en grupo, en el momento de la verdad, cuando llegan las montañas, el ciclista es un hombre solo. La perfecta metáfora de la condición humana: en el momento de la verdad, siempre estamos solos. Montado sobre una máquina que avanza con el combustible del sufrimiento, el ciclista supera montañas infinitamente altas e inclementes, atraviesa las llanuras más tediosas, aguanta los más feroces embates del sol y el calor, resiste impertérrito aguaceros, fríos y ventiscas. No puede parar para reponer fuerzas. Ni siquiera puede orinar en paz. Pedalea o revienta: cualquier despiste puede ser fatal. Debe comer mientras avanza, bebe y suda a la vez, progresa en compañía de amigos, pero también de lobos, de escépticos y de chuparruedas. Vence aquel que es capaz de traspasar en solitario el umbral que separa el sufrimiento de la agonía.

A veces gana el más racional: Indurain, Anquetil, ahorrativos y calculadores que dan y reciben ayuda. Y a veces triunfa el que mejor domestica el dolor de la soledad: Bahamontes, Pantani, corazones de león. De repente aparece un implacable depredador: Eddy Mercks o, en su defecto, Hinault. Monarcas absolutos, conquistadores voraces e insaciables. O su contrario: un líder fuerte, amable y generoso como Amstrong, el amigo americano. Aunque yo tengo debilidad por mis parecidos, mis hermanos segundones, los que una y otra vez lo intentan y nunca lo consiguen: Poulidor.

El Tour está triste, decía Vázquez Montalbán en su columna del lunes. ¿Qué tiene el Tour? Qué va a tener: el mal de vacas locas, que es el mismo mal que tenemos todos, en este presente desordenado e hipocondríaco. El Tour agoniza como agonizó Dios: acuchillado por la diosa Razón y su hermana Libertad. Y como agonizó Razón acuchillada por sus monstruos: el Gulag, los campos nazis, la bomba de Hiroshima. Y como agoniza Libertad: en manos de los dioses menores que se auparon con ella hasta convertirla en la diosa del ruido y el sinsentido. Los héroes de Olimpia, los deportistas, nunca habían sido dioses, pero nos habían representado, se habían convertido en nuestro espejo doméstico. Ahora reflejan nuestro desconcierto. A los ciclistas les exigen, a la vez, el éxito deportivo y la pureza de los análisis. Deben cumplir con la obligación de triunfar, pero deben exhibir asimismo una inmaculada fisiología. Como si fuera posible, hoy en día, ignorar que cualquier éxito es una trampa, que cualquier éxito obliga a tragarse algún sapo. Me refiero, naturalmente, al éxito de nuestra vida occidental: es imposible cumplir con la obligación de seguir creciendo y ser a la vez, como demanda la opinión pública, más justos, más solidarios, más veraces. El Tour de nuestras vidas es cada vez más veloz, pero no sabemos dónde está la meta, si en la pura verdad de los análisis morales o en la exigente obligación de la victoria a toda costa.

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