LA CRÓNICA

Escudellers TV

Ya era hora. Finalmente, las cámaras de videovigilancia que el Ayuntamiento de Barcelona instalará en la plaza de Orwell y la calle de Escudellers empezarán a funcionar en agosto. Desde que el consistorio anunció esta medida, han abundado las críticas. Que si invasión de la intimidad, que si robotización de la ciudad, que si patatín, que si patatán. Los mismos que tan ofendidos se muestran con esta decisión no parecen inmutarse con otras agresiones de la tecnología, por ejemplo, la presencia de cámaras en los prostíbulos o, en otro ámbito de la intimidad, la obligación de cobrar el sueldo a tr...

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Ya era hora. Finalmente, las cámaras de videovigilancia que el Ayuntamiento de Barcelona instalará en la plaza de Orwell y la calle de Escudellers empezarán a funcionar en agosto. Desde que el consistorio anunció esta medida, han abundado las críticas. Que si invasión de la intimidad, que si robotización de la ciudad, que si patatín, que si patatán. Los mismos que tan ofendidos se muestran con esta decisión no parecen inmutarse con otras agresiones de la tecnología, por ejemplo, la presencia de cámaras en los prostíbulos o, en otro ámbito de la intimidad, la obligación de cobrar el sueldo a través de transferencia bancaria, aboliendo así el derecho adquirido de, si el trabajador lo desea, cobrar en efectivo. Por supuesto, los puritanos de este uso de la tecnología para prevenir el orden público no ofrecen alternativas y exigen más presencia policial, un remedio que, a veces, resulta más pernicioso que la enfermedad y que, además, consiste en cambiar la inseguridad de sitio, ya que los efectivos que se asignan a determinadas zonas dejan desierto el nuevo blanco de los delincuentes.

No sería ninguna barbaridad instaurar, como televisión local, la Escudellers-TV, una mezcla de 'Gran Hermano' y 'El cor de la ciutat'

Según la concejal Carmen San Miguel, las cámaras servirán para prevenir y agilizar la actuación de las fuerzas policiales. Serán, para entendernos, como las cámaras de tráfico. Cuando vemos que la ronda está colapsada, modificamos nuestro comportamiento y las autoridades actúan en consecuencia. Pues con la calle de Escudellers y la plaza de Orwell ocurrirá lo mismo: cuando veamos que abundan tirones, navajeos y mal rollo, evitaremos pasar por allí. Lo malo es que no todos los ciudadanos podrán acceder a estas imágenes. Y eso es injusto. El modelo de televisión auspiciado por BTV está algo agotado y no acaba de conectar con la mayoría de la población, que no entiende porque es necesario inclinar la cabeza para poder mirarla o achinar los ojos para que desaparezca la nieve (que nadie me llame diciéndome que se puede resolver este problema con un amplificador de señal. Desde que me instalaron el jodido amplificador, la nieve ha pasado al Canal 33 y a Antena 3). La alternativa que ofrece City-TV tampoco resulta muy atractiva, por lo cual no sería ninguna barbaridad instaurar, como televisión local, la Escudellers TV, una mezcla de Gran Hermano y El cor de la ciutat sin la retórica de Mercedes Milá ni un actor tan peculiar como el Ramon del culebrón. Estéticamente, la operación vendría avalada por el vanguardismo de Andy Warhol, que se dedicaba a filmar el Empire State Building durante horas sin preocuparse lo más mínimo de la intimidad del posible suicida al que, en aquel momento, le diera por saltar al vacío. O de aquel fotógrafo del cuento de Paul Auster que, con melancólica pose existencialista, retrataba una esquina de Brooklyn siempre a la misma hora, cada día, sin respetar el escaqueo de los adúlteros locales. ¿Sería interesante lo que nos mostraría Escudellers TV? Más que muchos programas financiados con nuestros impuestos. Y tendría, además, un valor histórico, digno de figurar en el Museo de Historia de la Ciudad.

Dentro de mil años, cuando los barceloneses contemplen estas imágenes, verán a un melenudo salir del estanco del número 4 de la calle de Escudellers con un paquete de papel de fumar, dudar un rato, buscar al camello de turno, no encontrarlo, entrar en el bar Caporal para tomarse una caña. Y, una vez llegado allí, el espectador podrá cambiar de protagonista y seguir a un paquistaní que se cruzará con un yonqui camino de la farmacia del número 8. El constante paso de transeúntes le permitirá elegir uno entre muchos, ese, por ejemplo, que entra en la licorería Sáez (en la licorería, por cierto, hay una cámara de seguridad y, por ahora, nadie se ha quejado, quizá porque es normal que sus propietarios tomen medidas para evitar los robos, ¿o acaso es un delito intentar evitar el delito?). Vería al peluquero fumándose un pitillo a espaldas del póster de Alejandro Sanz, o a la camarera de la cervecería Judas bostezando, a la infanta Cristina haciendo cola en la puerta de La Fonda, cerca de esa hoguera que, desde 1835, quema en la fachada de Los Caracoles. Vería a una pareja de modernillos entrar en el Fast Tapas Bar y a otros tomarse una sara en la pastelería L'Estel, y a unas cuantas adolescentes cargadas con mochilas junto al hotel Comercio. ¿Y en la plaza de Orwell? En primer lugar, un plano corto de la estatua que la preside, que, por cierto, parece un enorme ojo cíclope conectado al suelo a través de un cable. Más claro, el agua. Vería la puerta cerrada del Dionisos y el camión de leche Pascual descargando mientras, frente al snack bar Oviso, dos clientes leen el mismo periódico. Y como complemento final a una sesión de puro periodismo descriptivo, vería la pancarta colgada en un balcón en la que puede leerse: 'Recuperem el carrer. Per un barri digne'. Ninguna referencia, pues, a las cámaras, juguete oficial para los que no piensan hacer nada más para adecentar la zona y coartada ideológica de los que, en lugar de concentrar sus esfuerzos en soluciones, prefieren fijarse, con modales de leguleyo quisquilloso, en los defectos de forma.

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