Editorial:

Cita con la historia

La primera comparecencia de un ex jefe de Estado ante un tribunal de la ONU para responder de los desmanes cometidos en el poder es un hito histórico. Un desafiante Slobodan Milosevic, perdido el contacto con la realidad, intentó ayer en La Haya hacer un discurso más sobre el victimismo serbio y el maquiavelismo occidental. Por su singularidad, el proceso del hombre que ha llevado a Yugoslavia a la ruina física y moral está destinado a sentar precedentes políticos y legales, y a marcar un antes y un después en la atormentada historia de los Balcanes. No hace nueve meses que Milosevic era todav...

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La primera comparecencia de un ex jefe de Estado ante un tribunal de la ONU para responder de los desmanes cometidos en el poder es un hito histórico. Un desafiante Slobodan Milosevic, perdido el contacto con la realidad, intentó ayer en La Haya hacer un discurso más sobre el victimismo serbio y el maquiavelismo occidental. Por su singularidad, el proceso del hombre que ha llevado a Yugoslavia a la ruina física y moral está destinado a sentar precedentes políticos y legales, y a marcar un antes y un después en la atormentada historia de los Balcanes. No hace nueve meses que Milosevic era todavía un dictador omnipotente y muy pocos hubieran apostado entonces por verle en el banquillo de Scheveningen.

La fiscal Carla del Ponte ha anunciado que pretende ampliar la acusación contra Milosevic a las guerras de Croacia y Bosnia, que en la primera mitad de los noventa registraron crímenes que la memoria europea creía definitivamente superados tras la Segunda Guerra Mundial. En el caso de Kosovo, por sus reducidas dimensiones, su condición de provincia serbia y lo reciente del conflicto, no será difícil vincular el terror contra los albaneses a las órdenes del déspota. Con Bosnia y Croacia, aunque fuera vox populi, será presumiblemente más difícil encontrar las pruebas penales.

Milosevic no firmaba papeles y ha mantenido durante una década su falta de responsabilidad o de conocimiento sobre el infierno desatado allí por sus secuaces, en especial los prófugos Radovan Karadzic y Ratko Mladic. Se tratase del arrasamiento de Vukovar, en Croacia, o de la ejecución de millares de musulmanes bosnios en Srebrenica, todo fue propaganda occidental o un montaje de las víctimas. Los fiscales necesitarán no sólo nuevos testimonios, sino la cooperación de los actuales dirigentes yugoslavos y, sobre todo, el vasto material de espionaje acumulado por EE UU: desde intercetapción de comunicaciones a fotografías por satélite. Este último punto, crucial, exigirá, por sus implicaciones, órdenes expresas del presidente Bush.

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Ningún juicio solemne devolverá la vida a las más de 200.000 víctimas del verdugo que tan ambiciosa como despiadadamente abrazara la causa del nacionalismo étnico -la Gran Serbia- como nueva herramienta de su poder tras la caída del comunismo en Yugoslavia. Pero el largo drama legal inaugurado en La Haya debe al menos impulsar el avance de una justicia sin fronteras para los tiranos y servir para que la Europa del nuevo siglo no cometa errores tan trágicos como los recientes. Y ha de representar una oportunidad única para que los serbios comiencen a afrontar su responsabilidad colectiva por una década de crímenes cometidos en su nombre y muchas veces con su distante anuencia.

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