Columna

El ojo

Había en mi calle un chico tuerto que siempre estaba sentado en el portal de su casa y que me miraba desde su ojo único como a través de un periscopio. Al volver del colegio tenía que pasar delante de él, aunque procuraba evitarle porque me espeluznaba la idea de que fuera capaz de observarme desde un lugar muy apartado de su ojo. Por la noche, en la cama, imaginaba al pobre chico encerrado en su estómago, manejando el tubo con el que controlaba los movimientos del exterior con la misma tensión con la que el capitán de un submarino inspecciona la realidad bajo las aguas. Nunca lo imaginé encer...

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Había en mi calle un chico tuerto que siempre estaba sentado en el portal de su casa y que me miraba desde su ojo único como a través de un periscopio. Al volver del colegio tenía que pasar delante de él, aunque procuraba evitarle porque me espeluznaba la idea de que fuera capaz de observarme desde un lugar muy apartado de su ojo. Por la noche, en la cama, imaginaba al pobre chico encerrado en su estómago, manejando el tubo con el que controlaba los movimientos del exterior con la misma tensión con la que el capitán de un submarino inspecciona la realidad bajo las aguas. Nunca lo imaginé encerrado en la conciencia porque nadie nos había hablado de ella todavía como de un lugar en el que es tan difícil entrar como salir una vez que has traspasado sus umbrales.

Un día, al pasar cerca de él, el chico me llamó y me ofreció mirar por el ojo vacío a cambio de media peseta. Media peseta eran dos reales, y con dos reales se podían comprar muchas cosas. No era una atracción barata, en fin, con independencia de que yo pudiera o no pagarla. Le dije que no y huí temblando. Esa noche no pude dormir. Me imaginaba asomado a la cuenca vacía del muchacho tuerto como a un calidoscopio y veía curiosamente fantasías sexuales que me pertenecían a mí. Pensé que en el mundo había un número limitado de estas fantasías, que se repetían en el interior de la mayoría de las cabezas. También vi la bóveda celeste. Había leído en algún libro que la bóveda celeste y la craneal eran muy parecidas, y comprobé, en efecto, que los satélites giraban como obsesiones alrededor de los planetas, que representaban las ideas. Nunca me abandonó ya esa concepción cosmológica.

Antes de que se hiciera de día, me levanté sin hacer ruido y cogí del bolsillo de la chaqueta de mi padre dos reales. Al día siguiente, al volver del colegio, se los mostré al tuerto, que me llevó dentro del portal, a un hueco que había debajo de la escalera. Una vez allí, se colocó de rodillas y se separó los párpados del ojo vacío, al que me asomé con terror. No vi nada de lo que había imaginado. Sólo un pliegue rojizo que en ese instante humedeció una lágrima ciega. Jamás supe si esa lágrima procedía de su ojo o del mío.

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