Columna

Denuncia

El vagamundo venerable e instruido había aceptado la responsabilidad de formular cualquier denuncia, en la ciudad del planeta, donde se encontrara. La primera, fue en Londres. El poeta palestino lo visitó en Hyde Park y le dijo: me han despojado de mi suelo de almizcle y ámbar. Y ¿qué quieres? Que me sepulten en él y que mis cenizas regresen en yerba y azahar, para que enciendan la sonrisa de algún niño nacido en mi país. El vagabundo redactó certeramente la noticia de aquel desalojo infame, llegó a las puertas de la ley y se la entregó al juez. El juez leyó el manuscrito en la hoja de un cuad...

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El vagamundo venerable e instruido había aceptado la responsabilidad de formular cualquier denuncia, en la ciudad del planeta, donde se encontrara. La primera, fue en Londres. El poeta palestino lo visitó en Hyde Park y le dijo: me han despojado de mi suelo de almizcle y ámbar. Y ¿qué quieres? Que me sepulten en él y que mis cenizas regresen en yerba y azahar, para que enciendan la sonrisa de algún niño nacido en mi país. El vagabundo redactó certeramente la noticia de aquel desalojo infame, llegó a las puertas de la ley y se la entregó al juez. El juez leyó el manuscrito en la hoja de un cuaderno: unas 350 palabras, como las miserables columnas de ciertos miserables diarios, y murmuró que ya le tocaría el turno. Cuando paseaba por Seattle, un joven ensangrentado se le acercó y acusó a los poderosos y a sus instituciones financieras de acumular las riquezas del mundo, con despidos, salarios de hambre, explotación infantil, farsa política y uso del bate y de las pistolas. El vagabundo escribió otra página y la entregó en el palacio de justicia. Ya le llamarán, le advirtió un funcionario agrio, a quien el olor a lluvia y menta le producían estornudos. Más tarde, cuando descansaba a la sombra de un sisal, cerca de Veracruz, recibió a un emisario de Chiapas: los paramilitares nos matan, arrasan nuestras casas y saquean las cosechas. Luego, presenció en Praga, cómo una multitud era apaleada tan sólo por protestar. Lo anotó en su cuaderno y lo depositó en manos de la Justicia. El vagabundo llegó a Barcelona y percibió la carga. Pero estaba agotado y se durmió en un banco de la recoleta plaza, con la cabeza sobre el zurrón donde custodiaba cientos de denuncias sin resolver. De madrugada, se despertó sobresaltado: de un coche oscuro, que emitía destellos cerúleos, descendieron cuatro individuos, le arrebataron el zurrón y lo molieron a palos. Uno de ellos le sacudió un par de patadas en los riñones y, con una de sus botas, le trituró la cabeza. Antes de morir, el vagabundo escribió su última denuncia en la tierra. De inmediato, una ambulancia se llevó sus despojos y los servicios de limpieza se apresuraron a borrar aquellas palabras.

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