Columna

Mediterráneo

A los comerciantes libaneses que necesitaban cambiar madera de cedro por cobre de Cerdeña no se les ocurrió nunca cruzar con su cargamento el canal de Suez, atravesar los desiertos de Egipto, Libia y Argelia, recorrer la Península Ibérica, salvar los Pirineos, saltar a Córcega, de ahí a Cerdeña, y regresar por el mismo camino. Navegar por el Mediterráneo resultaba menos sacrificado, más rentable y sobre todo mucho más entretenido. Salían por ejemplo de Beirut, y atracaban en Alejandría. Allí compraban lino de buena calidad, elegantes perfumes, sabrosas especias, y ese formidable soporte de tel...

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A los comerciantes libaneses que necesitaban cambiar madera de cedro por cobre de Cerdeña no se les ocurrió nunca cruzar con su cargamento el canal de Suez, atravesar los desiertos de Egipto, Libia y Argelia, recorrer la Península Ibérica, salvar los Pirineos, saltar a Córcega, de ahí a Cerdeña, y regresar por el mismo camino. Navegar por el Mediterráneo resultaba menos sacrificado, más rentable y sobre todo mucho más entretenido. Salían por ejemplo de Beirut, y atracaban en Alejandría. Allí compraban lino de buena calidad, elegantes perfumes, sabrosas especias, y ese formidable soporte de telecomunicaciones que se llamaba papiro. En Alejandría se quedaban a dormir, y zarpaban de nuevo a la mañana siguiente. Sin prisa. El viaje por el Egeo era muy cómodo. El mar estaba salpicado de islas; y si hoy almorzaban en Rodas, mañana lo hacían en Creta, donde compraban aceite. Aceite y vino. Y bueyes, bueyes de Creta, que eran famosos. Surcando el Jónico llegaban a Sicilia, y una vez allí, por el Tirreno, alcanzaban las costas de Cerdeña. Las islas Baleares quedaban una vez allí muy a mano si alguno deseaba prolongar el viaje o servirse de ellas como escala, rumbo al sur de la Península Ibérica, en busca de plata o metales pesados. Partiesen de donde partiesen, fueran a donde fueran, los navegantes regresaban oyendo en la memoria el eco de historias fabulosas y los acordes de canciones entonadas en otras lenguas; volvían a casa con la retina impresionada por hábitos diferentes, y el paladar impregnado de sabores.

Hoy a todos estos ingredientes, y a otros que se impusieron menos idílicamente mediante las numerosas invasiones y guerras que azotaron la zona, los llamamos cultura mediterránea, o culturas mediterráneas, en plural, para subrayar simultáneamente los parecidos y las diferencias que existen entre los pueblos de esta vieja civilización. El concepto le ha servido de excusa al Ayuntamiento de Almería para organizar la semana pasada, por segundo año consecutivo, Alamar: encuentro de las culturas mediterráneas, una interesantísima serie de conciertos, exposiciones y mesas redondas alrededor de este asunto. En una de ellas, el periodista Juan María Rodríguez se preguntaba muy oportunamente si existe verdaderamente una cultura mediterránea. Picado por la curiosidad, al llegar a casa me zambullí en el mar de Internet y navegué en busca de la cultura mediterránea. Encontré más de dos mil páginas con esa expresión. Me detuve en una empresa sueca que vendía desde Singapur planchas de cedro libanés a precio de coste, di con una agencia de viajes londinense que ofrecía cruceros por el Egeo a muy buen precio, y una compañía japonesa que exporta a todo el mundo aceite de oliva y comino marroquí. Navegando de página en página, encontré una granja gallega que cría bueyes ecológicos, un diccionario brasileño de mitos grecorromanos on-line, y un extraño site hispano de Kansas City que se hacía eco de la mesa redonda a la que yo acababa de asistir. A través de ella llegué curiosamente a la página web del Ayuntamiento de Almería, y al hacer clic en ella me sentí como un navegante libanés que por fin llega a casa después de un larguísimo periplo.

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