RAÍCES

Raya

Californianos, japoneses, doctorados en Inserso, grandes bandadas de alumnos de COU, bajo la fiebre de los exámenes y la espuela de mayo. Para decirlo en el habla coloquial andaluza, la exposición sobre los Omeya en Madinat al-Zahra está haciendo raya. Es una exposición lanzadera, que mañana, tal como está, podría funcionar en Damasco, en Bagdad, en Atenas, en Palermo, porque tiene muy poco texto, muy pelado de retórica y siempre en tres versiones: árabe, inglés y español.

El parentesco entre Damasco y Córdoba, entre el cercano y el lejano occidente, que somos nosotros, está argumentado...

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Californianos, japoneses, doctorados en Inserso, grandes bandadas de alumnos de COU, bajo la fiebre de los exámenes y la espuela de mayo. Para decirlo en el habla coloquial andaluza, la exposición sobre los Omeya en Madinat al-Zahra está haciendo raya. Es una exposición lanzadera, que mañana, tal como está, podría funcionar en Damasco, en Bagdad, en Atenas, en Palermo, porque tiene muy poco texto, muy pelado de retórica y siempre en tres versiones: árabe, inglés y español.

El parentesco entre Damasco y Córdoba, entre el cercano y el lejano occidente, que somos nosotros, está argumentado en bronce colado y cincelado, en marfil, en madera de cedro. Aguamaniles del mismo bosque imaginario, pavos en Andalucía y gallos en Irán. La olla de boca denticulada de Madinat-Ilbira, ordenándole sosiego al hambre, transformando el comer voraz e instintivo en rito, el instinto en discurso, como enseñaba Foucault, que tanto hubiera reparado en cómo las celosías, toscas y espesas en el Damasco califal, se vuelven más livianas, caligráficas, más aire que madera torneada en la Córdoba omeya.

Porque toda la muestra es eso, celosía y celada, indicios que nos permiten construir el propio texto, el que vamos sacando en limpio, en silencio, durante el camino de vuelta, una línea epigráfica, una raya, un hilo caliente, directo, que cruza sobre las aguas, entre Damasco y Córdoba, en sus claves de ternura, de violencia, de dolor por lo perdido. Verle crecer las orejas y el hocico al canalillo que nos trae la supervivencia, luz o agua, candiles de piquera o aguamaniles zoomorfos. Atrapar al antílope en su fuga y guardarlo, al animal y a su recelo, en el fondo de un ataifor de Qayrawán.

Hay una larga violencia soterrada. Toda la historia arranca cuando un superviviente de una matanza, Abd al-Rahman al-Dajil, el inmigrado, llega en una patera, al amanecer, a las playas de Almuñécar. Y de los supervivientes de la feroz represión del arrabal de la Saqunda, que emigraron a Fez, queda este mimbar de la mezquita de los andaluces en cedro labrado y pintado. Y los tesoros que alumbran monedas y joyas, la riqueza y la honra de muchas generaciones enterradas en una hora de angustia.

Importan mucho los entornos de la piel, los olores que invaden las ausencias, pebeteros, esencieros, pomos de olor, botes de marfil para la henna, el laberinto de la ternura y sus bordes imprevisibles, mientras que la certidumbre, las precisas conjunciones alojadas en las órbitas celestes, bajan atrapadas por una red finísima de cálculos y artesana paciencia: el tratado de astronomía de Biruni, la azafea de Azarquiel, el astrolabio de Destombes. El cuadrante solar califal, cuyos secretos técnicos ayudaron al monje Gerberto a convertirse en el papa fugaz del primer milenio.

Una red de finísimas curvas, una certidumbre copiada de los cielos, una raya indeleble en la frágil latitud de las grandes culturas, entre Damasco y Córdoba, bajo el alto patrocinio de un monarca constitucional y el joven presidente de una república.

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