Crítica:LA MAESTRANZA

A la calle

Salió el primer novillo corretón, mareado y con el norte perdido, y no había que ser veterinario especializado en bravo para darse cuenta de que estaba inválido por enfermedad o dopaje. Se cayó de rengado tras el primer picotazo y, después de algunas dudas, el presidente, que no es veterinario, ordenó su devolución. Salió el sobrero también inválido; siguió el segundo y tampoco podía mantenerse en pie. El tercero no se cayó y el usía respiró. Pero el cuarto volvió a las andadas y el presidente miró hacia otro lado, y lo mismo ocurrió con el quinto; también se cayó el sexto, pero como era el úl...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Salió el primer novillo corretón, mareado y con el norte perdido, y no había que ser veterinario especializado en bravo para darse cuenta de que estaba inválido por enfermedad o dopaje. Se cayó de rengado tras el primer picotazo y, después de algunas dudas, el presidente, que no es veterinario, ordenó su devolución. Salió el sobrero también inválido; siguió el segundo y tampoco podía mantenerse en pie. El tercero no se cayó y el usía respiró. Pero el cuarto volvió a las andadas y el presidente miró hacia otro lado, y lo mismo ocurrió con el quinto; también se cayó el sexto, pero como era el último, lo devolvió. Estrategia se llama eso.

Así se las gastan los presidentes modernos que miran más por los intereses de las empresas que por los de los espectadores. En pura justicia, el presidente, después de devolver la novillada completa, debería haber llamado al ganadero y con la voz firme que caracteriza al policía con autoridad, haberle espetado: ¡usted también a la calle! Como no ocurrió ni una cosa ni otra, alguien debería tomar cartas en el asunto y despedir al presidente, y eso que ganaríamos todos.

Como es fácilmente imaginable la novillada resultó un tostonazo. Lo dicho: los novillos parecían enfermos o drogados, o es que esta ganadería está por los suelos. Lo cierto es que formaron un conjunto de inválidos impropios para la lidia; y allí estaban tres chavales que pasaron desapercibidos porque pagaron los platos rotos y se contagiaron pronto de los defectos de sus oponentes.

Ángel Romero mató a su segundo de una gran estocada y nadie dijo ni pío. La verdad es que había estado pesado ante un muerto en vida, pero tampoco había mejorado su actuación en el primero, también ayuno de fuerzas, al que toreó con evidente voluntad, pero sin atisbo de personalidad.

Por su parte, Abraham Barragán, muy animoso toda la tarde, cortó la primera oreja del ciclo novilleril -un triunfo de poco peso- porque fue capaz de ligar dos tandas de muletazos a una caricatura de animal bravo. Muy decidido, al novillero se le atisban buenas maneras, pero no pudo desarrollarlas porque su pelea fue muy desigual. El chaval era mucho más fuerte y más bravo que su oponente. Igualmente decidido en el quinto, alegre y pundonoroso, no pudo más que trazar algunos pases estimables antes de fallar reiteradamente con el estoque. El único novillo potable le tocó a Antonio José Blanco y lo desaprovechó. Da la impresión de que le adornan escasas cualidades y su toreo peca de celeridad. Lo intentó con más calma en el último, pero, a estas alturas, ya nada tenía remedio.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Sobre la firma

Archivado En