LA CRÓNICA

Velada con el diablo

El diablo existe y yo lo vi la otra noche. Se hacía llamar Adolf Eichmann.

Pasé dos horas largas con él. Explicó sin despeinarse, ensimismado en su maldad, que una vez vio una fuente de sangre. Manaba de la tierra como un surtidor inagotable. Miles de personas habían sido sepultadas en una trinchera antitanque tras su exterminio por un Einsatzgruppen en Lwów y los gases de los cuerpos impulsaban la sangre a través de la fina capa de tierra, asperjando el mundo con un espantoso llanto carmesí.

Dos personas abandonaron estremecidas la sala de proyecciones del Instituto Francés mien...

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El diablo existe y yo lo vi la otra noche. Se hacía llamar Adolf Eichmann.

Pasé dos horas largas con él. Explicó sin despeinarse, ensimismado en su maldad, que una vez vio una fuente de sangre. Manaba de la tierra como un surtidor inagotable. Miles de personas habían sido sepultadas en una trinchera antitanque tras su exterminio por un Einsatzgruppen en Lwów y los gases de los cuerpos impulsaban la sangre a través de la fina capa de tierra, asperjando el mundo con un espantoso llanto carmesí.

Dos personas abandonaron estremecidas la sala de proyecciones del Instituto Francés mientras Eichmann relataba en la pantalla el episodio. Otras las seguirían. El silencio en la sala tenía textura de arpillera. Ahí sí que estaba el horror de verdad y no en el gran guiñol del doctor Lecter.

El hombre en la pantalla es el nazi Adolf Eichmann. Fue ahorcado, pero ha vuelto, conjurado por el Festival de Cine Judío de Barcelona

Fui el lunes a ver The specialist, un documental sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén en 1961, proyectado en el marco del Festival de Cine Judío de Barcelona, por lo mismo que hace tantos años visité Auschwitz: porque te confías, no crees en el mal, y luego pasa lo que pasa.

Tuve problemas de acceso a la sala. No sólo porque hube de guardar paciente cola (el festival es un éxito), sino a causa de un estricto servicio de seguridad comprensiblemente nervioso pues la organización ha recibido serias amenazas (en nuestro actual panorama moral catalán no íbamos a carecer de antisemitismo, no faltaría más). En la entrada había un control digno de un embarque de El-Al para un vuelo Tel Aviv-Damasco. Yo había olvidado el DNI en el coche y un par de guapos jóvenes con aire de militantes de la Haganah sección Palmach me dijeron que nanay de entrar sin documentación, pollo. Protesté, me puse estupendo, subrayé que yo era del bando de los buenos, aduje que había leído Mila 18 y maldije con convicción a Odilo Globocnik, pero no me sirvió de nada. Incluso dejé caer que una vez había hablado por teléfono con Simon Wiesenthal. Ni por ésas. Cuando regresé con el carnet hasta me cachearon. Y suerte tuve que no me cayó de la cartera la foto de carnet disfrazado de oficial de la Werhmacht que guardo desde el carnaval del año pasado.

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En fin, Eichmann. The specialist, de Eyal Sivan, es un magnífico collage de imágenes seleccionadas de entre las más de 300 horas que se conservan de la filmación del proceso al hijo de su madre de obersturmbannführer que planeó y superviso el asesinato en masa de millones de judíos. Jefe del siniestro departamento IV-B-4 de la Gestapo, Eichmann fue responsable directo de la maquinaria de deportación a los campos de exterminio. Tras la guerra escapó a Argentina, donde le pillaron los servicios secretos israelíes.

Así, de entrada, el diablo no causaba una gran impresión. Se había quedado sin pelo en la coronilla, lo que le daba un aire monacal, llevaba unas gafas gruesas de funcionario recalcitrante y parecía algo despistado en su jaula de cristal. Me hizo pensar en Mircea Eliade. Y es cierto que Eichmann también era especialista en historia de las religiones, sobre todo la judía.

Le conocía ya de antes. Por fotos, por el libro de Hannah Arendt -Eichmann en Jerusalén (Lumen), en el que por cierto se ha basado el documental a la hora de seleccionar y articular las imágenes del proceso- y por Eichmann interrogated (Da Capo Press), la transcripción del interrogatorio previo que le hizo el capitán israelí Avner W. Less y que se lee de un tirón, con el corazón en un puño (el padre del oficial judío y la mayoría de su familia perecieron en los campos de exterminio).

Sin embargo, nada me había preparado para la visión abismal de ese rostro y ese cuerpo en movimiento: el rictus irónico de suficiencia, la forma militar de estirarse los pantalones cada vez que se volvía a sentar tras alzarse para responder una pregunta del tribunal, la mirada carente de cualquier esbozo de piedad o arrepentimiento.

Y esa voz. La voz del mal. El marcial 'Jawhol!'. La forma melosa en que pronunciaba los pavorosos nombres de sus superiores, Müller, Heydrich, Himmler. El sonsonete con que repetía que él no era más que un pobre tipo obediente, muy bueno, cierto, en lo suyo, que era sólo -subrayaba- organizar transportes (a Auschwitz entre otros destinos turísticos), 'un peón en el tablero', 'agente transmisor', incapaz, por Dios, de matar una mosca. Y claro, en la guerra, ya se sabe, 'no te queda más que hacer chocar los talones y decir 'sí, señor'. Pero lo que más me impresionó del diablo fue un tic. Al principio no lo percibías. Era algo muy rápido. Se pasaba la punta de la lengua por los labios, como relamiéndose, a toda velocidad. Era un gesto de serpiente, pero en él parecía mucho más siniestro.

Me pasaron las dos horas volando. Resultaba un espectáculo hipnótico, fascinante, más aún porque el montaje de escenas del documental de Eyal Sivan (en blanco y negro) presta mucha atención al rostro de Eichmann y a sus manos.

En la pantalla, las sesiones del tribunal se sucedían, el fiscal, Gideon Hausner, se quedaba mirando al acusado entre iracundo y perplejo -su mirada, un reflejo de la nuestra- por la desfachatez de éste, sus oportunos olvidos, su lenguaje burocrático, eufemístico ('hubo sinsabores', 'caos organizativo', 'tratamiento especial'), la bruma gris con la que trataba de enmascarar su responsabilidad y maldad. Eichmann limpiaba sus gafas, ordenaba sus papeles meticulosamente, impávido mientras se exponían sus crímenes y alguien en la sala del juicio prorrumpía en llanto o le gritaba '¡asesino!'. Los testigos desgranaban sus relatos. Disparos. Cal viva. Trenes abarrotados hacia el infierno. Niños. Chelmno. Y la columna de las víctimas iba haciéndose cada vez más larga hasta perderse en las últimas fronteras de la noche.

Se encendieron las luces. Todos sabíamos que Eichmann fue ahorcado el 31 de mayo de 1962, su cuerpo quemado y sus cenizas dispersadas en el mar, fuera de las aguas territoriales de Israel. Pero ni ese pensamiento te dejaba tranquilo. Un hombre mayor con aspecto de Ben Gurion marchó por la calle de Moià musitando un canto religioso en hebreo. Otros habrán conjurado las imágenes, los testimonios y el recuerdo del diablo con alguna bebida fuerte.

Yo me fui a casa, besé a mis hijas dormidas como si fuera la última vez en la vida. Y me dispuse a pasar la noche en vela para impedir que perturbara los sueños de las niñas el ponzoñoso batir de alas de mis pesadillas.

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