Columna

En un lugar extraño

Si se le escucha y no se le ve, como sucedía el domingo en la radio mientras hablábamos de Sefarad, su última novela, Antonio Muñoz Molina llega al oyente con una voz más joven que la que se le supone a un cuarentón, con el cerrado acento de Jaén del que no acaba de salir de su tierra, con la palabra demorada del que teme la inexactitud, con una precisión de viejo sabio que detesta la improvisación y, aunque parezca paradójico, con la timidez del que no hubiera acabado de salir de las aulas y deja entrever al chaval empollón que todavía está creciendo. Si se le ve y no se le escu...

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Si se le escucha y no se le ve, como sucedía el domingo en la radio mientras hablábamos de Sefarad, su última novela, Antonio Muñoz Molina llega al oyente con una voz más joven que la que se le supone a un cuarentón, con el cerrado acento de Jaén del que no acaba de salir de su tierra, con la palabra demorada del que teme la inexactitud, con una precisión de viejo sabio que detesta la improvisación y, aunque parezca paradójico, con la timidez del que no hubiera acabado de salir de las aulas y deja entrever al chaval empollón que todavía está creciendo. Si se le ve y no se le escucha, como ante alguna foto de las que aparecían esta semana en los periódicos, cargado de espaldas y con la luz que le ha traído al rostro la ausencia del bigote, involuntaria máscara de antes, parece que le esté haciendo al fotógrafo el favor de dejarse retratar. Pero no como el engreído que soporta paciente el objetivo de la cámara, sino como quien se encuentra fuera de lugar posando y con su media sonrisa desea acabar pronto. Si se le ve y se le escucha a la vez, como el martes en la presentación de Sefarad, todo cuadra: el hombre apacible y sonriente que con cara de niño complacido asiste a una explosión de humor, por ejemplo, es el mismo que, grave y enfadado, detesta la tibieza y entra en un debate con rigor. Como casi todos nosotros al mirarnos al espejo, quizá se guste más unos días que otros, y, si se tiene en cuenta que rechaza la autocomplacencia, algunos, casi nada. Pero no sólo con el cambio de peinado y su moderno atuendo se le revelan otros Muñoz Molina al contemplarse -ni siquiera con los viajes, con ser tan importante éstos-, sino con ese acopio de vida y de vidas que le proporciona la capacidad de observación ('para ser escritor hay que no ser escritor durante mucho tiempo') y que al final, entre lo vivido y lo leído, le permite descubrir a los muchos que somos, extraños de nosotros mismos. Un cosmopolita con tu pueblo dentro, un académico de frac que convive con el niño de ayer de una modesta familia de Úbeda y un contemporáneo nada ajeno a las contradicciones de su tiempo, metido en el laberinto de la historia con hombres y mujeres que, como él, muchas veces se encontraron fuera de lugar o a los que el destino llevó a insospechados exilios. A veces se bucea en libros de los demás para construir una historia, y otras veces, como Muñoz Molina en Sefarad, la documentación se halla, no se busca: uno se reconoce -vida y literatura- en las peripecias de otros incorporadas a la propia vida. Por eso, Sefarad, con independencia de la autobiografía reconocible, es tan autobiográfica. No es lo más importante del libro; tampoco lo que menos importa.

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