Columna

Bipartición

Digámoslo rápido: el único heredero viable de Aznar sería aquel que, procediendo de un desprendimiento de su cuerpo (un pelo del bigote, una escama de la piel, una uña), se regenerara del todo hasta devenir en un Aznar entero. Bipartición se llama este proceso entre los organismos unicelulares. Todos los delfines que carezcan de esta condición acabarán traicionándole, unos por despecho y otros por ambición. Algunos, como Juan José Lucas, le traicionarán para reparar las humillaciones en que incurrieron sin que nadie se las pidiera. No se puede venir de Valladolid a cien por hora, arroja...

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Digámoslo rápido: el único heredero viable de Aznar sería aquel que, procediendo de un desprendimiento de su cuerpo (un pelo del bigote, una escama de la piel, una uña), se regenerara del todo hasta devenir en un Aznar entero. Bipartición se llama este proceso entre los organismos unicelulares. Todos los delfines que carezcan de esta condición acabarán traicionándole, unos por despecho y otros por ambición. Algunos, como Juan José Lucas, le traicionarán para reparar las humillaciones en que incurrieron sin que nadie se las pidiera. No se puede venir de Valladolid a cien por hora, arrojarse al suelo y decir: 'Vengo a incorporarme al proyecto de Aznar que él personalmente representa'. Cuando uno se ha humillado de ese modo, vejando de paso a la democracia y a la gramática, necesita reparar la herida, y la repara ciscándose en el proyecto para el que hizo de felpudo. No lo digo yo, lo dicen los psicólogos.

Lo peor, sin embargo, de toda esta historia de la sucesión aznarita es que delata una ausencia de proyecto colectivo que le pone a uno los pelos de punta. Los ministros y ministrables parecen más preocupados por la impenetrabilidad del presidente que por el gobierno de la res publica. Allá donde uno dirige la vista no ve otra cosa que pasiones. Han cerrado Tómbola, pero han abierto el espectáculo del heredero, que es más morboso. Personalmente, puedo prescindir de ver al conde Lequio en calzoncillos, pero no de observar cómo Rato y Aznar comienzan a detestarse. Ninguno de los dos tiene la altura de los personajes de Shakespeare, pero se acercan a Benavente, que es más nuestro. Y Nobel.

Y es que está en la naturaleza humana odiar aquello de lo que se depende o se ha dependido demasiado. De ahí que el bebé golpee o acaricie alternativamente la teta de su madre, o que el heroinómano aborrezca la droga por la que daría, sin embargo, la vida. Aznar (como acaban de demostrar Lucas con sus efusiones locoides y Rato con sus expresiones de despecho) ha establecido con sus colaboradores unos lazos de dependencia infantil que en algún momento le pasarán factura. El espectáculo, pues, está servido. No lo digo yo, lo dice el sentido común. Lo que hace falta es que sea para bien.

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