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Mi familia y otros animales

Me dan ataques de importancia, ataques injustificados, porque no soy tan importante como para que me dé un ataque de importancia. El caso es que la víspera de Nochevieja me felicitaron el Año Nuevo tres desconocidos por la calle y, de pronto, oye, me dio la paranoia y le dije a mi santo: 'Vayámonos lejos. Allá donde nadie nos conozca'. Y nos fuimos a Barcelona a comernos las uvas. Dirán ustedes: ¿Eso es irse lejos? Pues sí, porque mi fama y mi importancia son tan pobres que fue cambiar de comunidad autónoma y no conocerme nadie. A eso yo le llamo el hecho diferencial. Para famosos de verdad, m...

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Me dan ataques de importancia, ataques injustificados, porque no soy tan importante como para que me dé un ataque de importancia. El caso es que la víspera de Nochevieja me felicitaron el Año Nuevo tres desconocidos por la calle y, de pronto, oye, me dio la paranoia y le dije a mi santo: 'Vayámonos lejos. Allá donde nadie nos conozca'. Y nos fuimos a Barcelona a comernos las uvas. Dirán ustedes: ¿Eso es irse lejos? Pues sí, porque mi fama y mi importancia son tan pobres que fue cambiar de comunidad autónoma y no conocerme nadie. A eso yo le llamo el hecho diferencial. Para famosos de verdad, mi Fernando Delgado: iba yo estas navidades por la calle cargada de paquetes, porque yo soy una de esas mujeres de entre 30 y 45 que calman su frustración con el consumo, cuando de pronto me fijo en un tiarrón que se va cruzando a lo loco de acera en acera, tapada la cabeza con una capucha y la cara semioculta por una gran flor de Pascua. Unos metros detrás de él iba una señora con su hijita, de unos nueve años de edad. La niña gritaba: '¡Fernando Delgado, Fernando Delgado!'. Era gritar la niña y aquel hombre enorme acelerar el paso. Me acerqué corriendo al tiarrón misterioso y me puse frente a él: '¡Hola, Fernando Delgado!'. Casi se le cae la flor de Pascua del susto. Pobrecillo, desde que un niño radiofónico instauró ese grito de guerra, el pobre Fernando se ve perseguido por el amor de los niños de la infancia que lo descubren por la calle. Me da un poco de vergüenza confesar que tenía un montón de planes culturales que desarrollar en la Ciudad Condal, pero lo dejé todo por ver en la tele Babe, el cerdito valiente. Lo más grave es que ya la había visto dos veces. Reflexiono sobre la actuación prodigiosa del cerdo: esta película da otra vuelta de tuerca a la afirmación de Hitchcock 'los actores son ganado', en este caso es el ganado el que hace el papel de los actores. Yo creo que ese cerdo hace una interpretación soberbia. Me gustaría preguntarle un día a Cristina Rota, gran maestra de actores, si alguna vez se ha planteado enseñarles el método Babe, puede que sea más eficaz que el Stanislawski y desde luego menos espeso psicológicamente. Me llega al corazón la melancolía que expresan los ojos del cerdito, cómo contempla el despiadado mundo de los humanos.

Mi santo me riñe y me dice que no es sano regodearse en las melancolías navideñas y me arrastra a la exposición de Rothko en la Fundación Miró, y allí se encuentra uno frente a esos lienzos que son la melancolía en estado puro. Paseamos como asomándonos a horizontes que sólo se ven en los sueños o desde el subsuelo del metro de Nueva York, como decía el otro día Felix de Azúa, en una de esas columnas suyas por las que uno se alegra de gastarse el dinero en el periódico. De la espiritualidad de Rothko nos saca el solete casi primaveral de Barcelona. Y allí, en Montjuïc, nos quedamos plantados y hambrientos esperando un taxi que nunca llega. Unas niñas que salen del museo me señalan, me reconocen. Yo, por un momento, tengo la tentación de ponerme la capucha de Fernando Delgado, pero luego me digo, qué coño, disfrutemos de este pequeño momento de gloria. Y el momento se completa cuando las madres de las niñas, jóvenes madres ilustradas de esas que llevan a los niños a las exposiciones, nos gritan: '¿Os podemos llevar a algún sitio?'. Así le gustan a uno los admiradores, una admiración que se traduzca en algo práctico.

Hablando de madres y de niños: de vuelta de Barcelona estuve a punto de llevar a los míos a ese taller de Juvenalia en el que enseñaban a los niños a aceptar a sus amiguitos homosexuales. Es que aprecio en estos adolescentes embrutecidos un brote homofóbico que mi espíritu de madre progresista no puede concebir, pero un amigo homosexual me dijo: '¡No les lleves a esas cosas, no seas antigua, ¿es que ya no nos vais a dejar espacio para la perversión? Vais a acabar amariconando a los niños!'. En fin, que ya no sabe una ni cómo ser progre. Total que desistí de luchar por los derechos humanos y me fui al teatro a ver El Gran Teatro del Mundo, de Calderón. Está quejoso Paco porque dice que llevan haciendo la obra en no sé cuántas catedrales y hasta en el Vaticano y que los medios no se hacen eco. Se acuerda de cuando el gran Rodero, en su lecho de muerte, le dijo aquello de: 'Paquito, date importancia'. Paquito se lamenta de no haber sido más arrogante en la vida, pero al momento ya está contando cosas graciosas y absurdas. Dice que desde que le dio el infarto decidió ir al teatro en metro para no sufrir el estrés del atasco y que las señoras, fans incondicionales que detestan verlo por debajo de su categoría, le regañan: 'Señor Valladares, que hay coches'. Pero a Paco no le importa. Al fin y al cabo, él nació pobre.

Paseamos por la calle Alcalá. Son las doce de la noche y Paco se pone tragicómico. Hablamos de habladurías, de cotilleos, del libro de memorias de Saritísima, de su supuesto romance con Severo Ochoa, y él nos dice: 'Mucha gente critica eso de que haya sacado a la luz las cosas de los muertos, pero lo que yo digo: a cierta edad, como no saques a los muertos en tus memorias, me dirás qué haces'. Ya están puestas las vallas para la cabalgata de Reyes: 'Antes a los niños pobres nos educaban como a pobres', nos dice, 'se ve que por eso no teníamos traumas. Yo iba a la noria que había en Goya y no tenía dinero para subirme, pero como estaba gordo me dejaban montar de contrapeso de los niños ricos'. Siempre que lo escucho pienso que su gran éxito sería contar su vida en el escenario.

Emulando a Ana Botella dejo en el balcón turrón y coñac, pero esa misma tarde el turrón se lo comen los niños, que ya no creen ni en Dios. A mi santo le traen, por idea de los niños, Aterriza como puedas 33 de Leslie Nielsen. Un día me encontré con Cansado, el de mis admirados Faemino y Cansado, y me dijo: '¿Por qué te burlas públicamente de que a tu santo le guste Leslie? Y yo le dije: 'No, de lo que yo me burlo es de los que no entienden que a un intelectual le hagan gracia las burradas que salen de la boca de Leslie'. ¿Reírme yo de un payaso, cómo voy a meterme con los míos? Sería del género tonto.

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