Columna

Juguetes

Confieso que de niño siempre jugué con pistolas, metralletas y rifles. Ningún juguete me fascinaba tanto como el armamento en cualquiera de sus formatos y con toda su variedad de munición, o simplemente ruido. La mayoría de los juegos de mi niñez se dirimían a tiros, y sin embargo, ahora me creo incapaz de matar a una mosca. Aunque eso tampoco quiere decir nada, porque, llegado el caso y sometido al grado de ebullición oportuno, quizá podría propiciar una tragedia tan griega como la de muchos de los Sófocles en mono que arrastran su culpa por las galerías de las penitenciarías. También conozco...

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Confieso que de niño siempre jugué con pistolas, metralletas y rifles. Ningún juguete me fascinaba tanto como el armamento en cualquiera de sus formatos y con toda su variedad de munición, o simplemente ruido. La mayoría de los juegos de mi niñez se dirimían a tiros, y sin embargo, ahora me creo incapaz de matar a una mosca. Aunque eso tampoco quiere decir nada, porque, llegado el caso y sometido al grado de ebullición oportuno, quizá podría propiciar una tragedia tan griega como la de muchos de los Sófocles en mono que arrastran su culpa por las galerías de las penitenciarías. También conozco a algunos tipos que de pequeños se empleaban a fondo en juegos educativos y luego han amasado un brillante expediente delictivo en las comisarías, hasta el punto que su biografía está escrita en los juzgados. Sin duda, el Monopoly condensa más violencia en su sistema que cualquier revólver de plástico, pero a pesar de la virulencia potencial de cualquier juguete siempre es el jugador quien acaba por desarrollar las posibilidades dramáticas del juego, incluso sin que exista ningún riesgo aparente. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde proviene la descarga eléctrica que transforma una quijada de asno en un arma mortífera o que convierte una pelota de béisbol en un proyectil letal, sólo hay que estimularla de forma adecuada para que se desencadene el drama. Por eso algunas sosegadas partidas de parchís terminan con un forense con guantes de látex separando los fragmentos de las víctimas de las fichas. En una inofensiva caja de lápices Alpino están contenidos todos los colores por los que la gente mata y muere a diario en las zonas más calientes del planeta, a la espera de que un inocente los convierta en dinamita y termine estallando debajo de un coche en hora punta. Esa tendencia irrefrenable del ser humano a transubstanciar lo inocuo en nocivo es una furia que crepita cada 6 de enero debajo del paisaje de juguetes que inunda las casas. ¿Pero dónde radica esa fuerza oscura? ¿Está en el software o en el hardware humano?

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