Tribuna:

Una pesadilla fatigada

Si los desastres no ocurren porque sí, aquí espero yo al listo que explique lo de Aznar y -lo que es peor- lo de Zaplana

Además de tener un nombre sospechoso, la legionella se parece al gobierno de Zaplana en que ambos sucesos azarosos carecen de ideología. La bacteria infecciosa o infectiva anida en las torres de refrigeración y otros conductos acuáticos antes de dispersarse en el aire, mientras que la indeterminación de nuestro feliz gobierno no cesa de emanar sustancias volátiles en suspensión susceptibles de enfermar el ánimo de los ciudadanos. Enfermedad por enfermedad, la de la bacteria loca tiene la ventaja de la arracionalidad, pues que nadie podrá exigir de una minúscula bacteria la capaci...

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Además de tener un nombre sospechoso, la legionella se parece al gobierno de Zaplana en que ambos sucesos azarosos carecen de ideología. La bacteria infecciosa o infectiva anida en las torres de refrigeración y otros conductos acuáticos antes de dispersarse en el aire, mientras que la indeterminación de nuestro feliz gobierno no cesa de emanar sustancias volátiles en suspensión susceptibles de enfermar el ánimo de los ciudadanos. Enfermedad por enfermedad, la de la bacteria loca tiene la ventaja de la arracionalidad, pues que nadie podrá exigir de una minúscula bacteria la capacidad de discernimiento humano, mientras se desconoce qué ventaja sensata cabe atribuir a una conducta que pasa bastante de la capacidad de discernir. ¿O será al revés? No sabría decir cuál de los dos acontecimientos resulta más dañino a la larga, pero contra los dos resultará preciso vacunarse.Es hablar de lo mismo mentar la imagen de las hijas de Ernest Lluch refugiándose en la segunda fila de la mani de Barcelona para no ser víctimas del abrazo de José María Aznar. Y ahí se rememora cuánto hace que políticos con poder real sobre el curso de nuestras vidas han olvidado que están a nuestro servicio y no a la inversa, y por qué se reinstaura -lentamente pero con seguridad- la impresión ciudadana de que sus gobernantes no están para que se les exijan las cuentas claras sino para ser obedecidos. No creo que nadie, o al menos nadie en términos significativos, haya votado al señor Aznar para que la emprenda con vehemencia contra un partido vasco tan respetable al menos como el suyo y con el que gobernó España cuando los diputados de Arzallus le eran necesarios para machacar a los socialistas, por lo mismo que los votantes valencianos de los populeros no le pidieron a Zaplana que se prestara a la maniobra contra la disputada herencia política del pobre buscabullas González Lizondo para alcanzar la mayoría absoluta. Vaya mayoría y vaya licencia absoluta.

A estas alturas del fin de siglo, y vistas las listas de parientes y familiares beneficiados por el reparto del pollo, mueve a risa que Alfonso Guerra se viera forzado a abandonar los lugares de cabeza a cuenta de un asuntillo de su hermano, al que le dejó utilizar una oficina y un caballo, y basta con leer en este mismo periódico el avance de un libro de Pilar Urbano sobre el juez Baltasar Garzón para persuadirse de cómo se las gastan esa bronca de conmilitones que iban a regenerar la política acabando con el felipismo por la interpósita figura del polanquismo para liquidar también -con el pintoresco concurso de Luis María Ansón, de la acreditada ganadería de los ansones- la monarquía que ahora conocemos y que tanto queremos. Esa apenas insinuada crónica de la infamia reúne -entre tortuosas y ridículas- todas esas indignidades políticas y de la economía financiera que ningún escritor local de novela negra está en condiciones de contar, desbordado por la envergadura de unas tramas de pánico cuando resultan verdaderas. El consuelo es que tal vez muchos otros personajes de la vida pública conserven apuntes de agenda y notas sobre intervenciones puntuales de sujetos de la cultura y la política, el arte y la economía, de manera que así que pasen cinco años alguien escriba algo serio sobre toda esta miseria y estemos en condiciones de comprender, cuando todavía importe, el alcance de ciertas conductas, la magnitud entre psicótica y paniaguiada de ciertas ambiciones, el papanatismo de las trincheras de chocolate ancladas en el confortable reducto del amiguismo mal entendido. Es -me parece- lo que deberían hacer nuestros novelistas en lugar de refugiarse en las enaguas reconstituidas de una puta polaca.

Mientras tanto, un informe de Cultura salva la cara de Manolo Tarancón atribuyendo todo el descontrol a los afanes de la todavía directora general de los museos y su útil marido confiesa en Sagunto que de la Ciudad del Teatro no se tiene ni noticia en los presupuestos, aunque algunos euros habrá percibido Irene Papas por hacerse en su día la foto con el jefe, seguramente a cuenta de los desfases presupuestarios que claman por una auditoria. Aunque es cierto que no hay que exigir de las ideas estrafalarias su inclusión en ninguna estimación presupuestaria cuando ni siquiera la correspondiente foto electoral merece ser tomada en serio. Que pregunten a los profesionales del audiovisual, los pobres, que ahora andan con los bolsillos vacíos y rumiando cuánto mejor les habrían ido las cosas de haber dedicado su talento a las meritorias artes plásticas. Otros prefieren hacer el payaso en Italia de la dispendiosa mano de esta Lady Macbeth de repostería que ya tiene cuarta y mitad de sus argucias en el infierno de la incredulidad. Que le hagan sus adictos escultóricos de ocasión una esclava estatua previamente cagada de palomas.

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