Tribuna:

El héroe JOAN B. CULLA I CLARÀ

Érase una vez un pequeño país cuyos partidos, prisioneros de una añeja sentimentalidad común, se parecían entre sí como las gotas de agua; cuya clase política, narcotizada por los efluvios del patriotismo, dormitaba en vez de criticar y yacía a los pies del reyezuelo local, mientras éste aprovechaba la situación para cometer toda suerte de desmanes y tropelías.Fue en medio de tan tristes circunstancias cuando apareció él, nuestro héroe. Como casi todos los personajes de ese fuste, había tenido un aprendizaje duro y peligroso, buscó la verdad por distintos senderos y, para conocer al maligno, i...

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Érase una vez un pequeño país cuyos partidos, prisioneros de una añeja sentimentalidad común, se parecían entre sí como las gotas de agua; cuya clase política, narcotizada por los efluvios del patriotismo, dormitaba en vez de criticar y yacía a los pies del reyezuelo local, mientras éste aprovechaba la situación para cometer toda suerte de desmanes y tropelías.Fue en medio de tan tristes circunstancias cuando apareció él, nuestro héroe. Como casi todos los personajes de ese fuste, había tenido un aprendizaje duro y peligroso, buscó la verdad por distintos senderos y, para conocer al maligno, incluso militó brevemente en sus filas. Fortalecido por tales experiencias, y poseído ya de una misión, resolvió enrolarse en la única hueste política que le parecía capaz de ser el vehículo de sus expectativas heroicas, sus grandiosos sueños de lucha y de victoria final.

Muy pronto, las aptitudes del héroe comenzaron a descollar entre los correligionarios: una inteligencia aguda, una palabra mordaz servida por una voz inconfundible, una pluma con prestaciones de florete...; y su nombre adquirió notoriedad pública, y ascendió en el escalafón partidario, y obtuvo puestos de representación electiva. Pero todo esto no bastaba a sus nobles ambiciones, de manera que no escatimó esfuerzo alguno hasta seducir a los supremos líderes del partido, allá en la capital del imperio, y conquistar con el apoyo decisivo de éstos una jefatura local que sus predecesores habían ejercido con excesiva blandura.

Comenzaba entonces para nuestro héroe lo que él mismo describiría años más tarde como "el sexenio épico": una etapa de cerco diario, sin tregua ni descanso, alrededor del reyezuelo y de sus secuaces confesos o emboscados; un tiempo de incesante esgrima dialéctica, de grandes debates, de feroces y grandilocuentes críticas contra los valores que la tribu había tenido hasta esa fecha por comunes y sagrados. Una época también en que el paladín iconoclasta y justiciero gozaba de refulgente y favorable protagonismo mediático mucho más allá de las fronteras del pequeño país natal, hasta el punto de que literatos de fama mundial accedieron a prologar sus vitriólicos escritos, y gentes situadas en sus antípodas ideológicas comenzaron a profesarle una simpatía tan entusiasta como curiosa.

Sí, aquellos seis años fueron en verdad magníficos. En lo político, porque los votos afluían cada vez más numerosos, y los militantes abandonaban la postura acomplejada y vergonzante de antaño, y el partido dejaba de ser un dócil comparsa para erigirse -a juicio de su arrojado líder- en la única oposición auténtica. Pero también fue un periodo halagador en lo personal; ¡ahí es nada, verse consagrado como el azote del pequeño tribalismo autóctono, el cruzado contra los defensores de una identidad residual y obsoleta, el universalista frente a los provincianos, el aguijón irreductible que el sempiterno reyezuelo no podía ahuyentar!

Sin embargo, todo el mundo sabe que el destino de los verdaderos héroes no es el triunfo, sino la prueba dolorosa, el sacrificio. Un día aciago, el flamante emperador necesitó, para asegurarse el trono, el apoyo insustituible de aquel reyezuelo al que tanto habían denostado, y puesto que el poder no tiene entrañas, le ofreció como prenda de buena voluntad sacrificar la jefatura de nuestro héroe. La humillación era dura, y éste soportó con disciplina verse sustituido por personajillos a los que despreciaba, pero no se dio por vencido ni por eclipsado, muy al contrario. Bien es cierto que los mismos que lo descabalgaban trataron de amortiguar su caída y de comprar su quietud con pingües prebendas y encargos, mas él, sin rechazar nada, mantuvo izada su personal bandera, organizó a sus leales en plataformas propias y perseveró en la crítica desmedida y la provocación. Lo importante no era el tamaño de la hueste, sino seguir sintiéndose capitán y mostrándose disponible para recuperar cualquier día el liderazgo que en justicia nunca debiera haber perdido.

Así, durante cuatro años. Luego, tal vez el héroe sintió la humana flaqueza del cansancio, o quizá sufrió una crisis personal, o bien cayó en la cuenta de que el emperador tenía ya un nuevo favorito, un joven paladín dispuesto a conquistar el pequeño país refractario con métodos menos estridentes, pero a lo mejor más eficaces. El caso es que nuestro héroe comprendió que no habría para él un retorno triunfal, y resolvió cambiar de aires. Pero su condición heroica no le permitía reducir el hecho a un trámite administrativo, sino que le exigía convertirlo en una gesta. Así, pues, primero irrumpió en el concilio local de los suyos con argumentos tan agrios e insultantes que no podían provocar más que un rechazo general. Luego se travistió de víctima de ese rechazo y lo arguyó para presentar un trivial cambio de residencia como algo a medio camino entre la autonimolación y la emigración política.

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Es lo malo que tienen los héroes de cuento. La gente común, incluso los políticos corrientes, aciertan o se equivocan, ganan o pierden, se divorcian o se casan, cambian de trabajo o se trasladan de domicilio sin construir sobre ello ninguna epopeya. Los héroes, no. Para los héroes, incluso algo tan prosaico como una mudanza exige ser presentado en clave épica. ¡Que se muden los demás! Al héroe sólo le corresponde escoger entre la victoria, el exilio voluntario y el destierro forzoso.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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