Tribuna:Sydney 2000

A los Juegos no se juega

Una pedreílla de última hora, espigada de aquí y de allá, más surtida de lo complementario que de lo sustancial, ha servido para maquillar el medallero español de Sydney hasta cifras sólo aparentemente presentables con respecto a los 17 trofeos de Atlanta, ya que no los imposibles 22 de Barcelona. La estadística puede ser a la larga lo único que cuente, haciendo que tanto monte un bronce de batiscafo a vela con sidecar como ese mismo metal en los 1.500 metros. Pero eso no desmiente la pobrísima prestación española en alguno de los grandes deportes. A saber, grandes segmentos del atl...

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Una pedreílla de última hora, espigada de aquí y de allá, más surtida de lo complementario que de lo sustancial, ha servido para maquillar el medallero español de Sydney hasta cifras sólo aparentemente presentables con respecto a los 17 trofeos de Atlanta, ya que no los imposibles 22 de Barcelona. La estadística puede ser a la larga lo único que cuente, haciendo que tanto monte un bronce de batiscafo a vela con sidecar como ese mismo metal en los 1.500 metros. Pero eso no desmiente la pobrísima prestación española en alguno de los grandes deportes. A saber, grandes segmentos del atletismo. Ello es, sin embargo, cuestión relativamente baladí. Lo que se ha conseguido en Australia es lo que España de verdad vale en el deporte mundial, y a tí te encontré en la calle.

Otras son, por ello, las consecuencias que cabe sacar de estos segundos Juegos australianos, en particular con referencia a determinados vicios que el ingreso de España en el primer mundo, tanto de la economía como de la seriedad deportiva, deberían haber erradicado tiempo ha.

Primero, no creíamos que la metáfora dolorida de Felipe II tuviera cabida ya en las participaciones olímpicas españolas. A guisa de elementos, una parte notable de nuestra representación, escasamente invencible, ha recurrido a conjurar la presencia de una verdadera epidemia de flatos, resfriados, súbitos dolores de etiología desconocida y hasta una serie de no-sé-qués indefinibles para explicar lo abisal de sus realizaciones.

Segundo, de lo anterior se deduce una verdad de dura digestión. España envía a los Juegos una hipertrofiada dotación de competidores en relación a la potencia de su deporte. La presencia de una parte de los representantes españoles sólo puede explicarse por la convicción de que ir a los Juegos es un premio en sí mismo, al margen de las posibilidades reales del deportista, o, en otro caso, por una humilde aceptación de que en todo siempre tiene que haber un último. Una cosa es no poder ganar y otra muy distinta no tener la mas mínima oportunidad de pasar a la siguiente eliminatoria. A la vista, por ello, de algunos resultados, es poco comprensible el rigor mostrado para excluir a Reyes Estévez pese a que, en su momento, su eliminación pudiera juzgarse justificada con arreglo a criterios que parecían entonces formales e inamovibles.

Tercero, el optimismo. De nuevo, eran legión los deportistas que se declaraban formidablemente ilusionados con lo que iban a hacer, armados de unas expectativas de éxito en muchas ocasiones en proporción inversamente proporcional al resultado que obtendrían. El buen ánimo es positivo en sí mismo cuando no degenera en el delirio de Mr. Pickwick o en la inagotable capacidad para el error de Bouvard y Pécuchet.

Y cuarto, la inefable satisfacción por el deber cumplido. Con alguna honrosísima excepción, ha sido casi imposible encontrar a alguien que no se sintiera sumamente feliz de haberse conocido, con el caso de excepcional recordación de aquel competidor que, no habiendo llevado a cabo ni una sola intervención que los jueces consideraran válida para medir su proeza deportiva, se declaraba orgullosísimo de la valiosa experiencia que suponía haber participado, aunque lo hiciera con igual efectividad que sin salir de casa. El conocido barón le habría agradecido sus palabras, pero los aficionados españoles, difícilmente.

Quedar por debajo de las lógicas pretensiones; haber errado, quizá, en los métodos de entrenamiento; no medir bien el tiempo para el aclimatamiento al desfase horario de los antípodas; o hasta el deficiente planteamiento táctico de las competiciones no constituyen una tragedia. El deporte es una mímica apasionante de la vida y toca tomárselo tan en serio como corresponde a un Juego; si la vida puede que deba afrontarse deportivamente, como decía Ortega, no parece imprescindible que el deporte deba confundirse con la vida.

La arrogancia y el nacionalismo, que al final se parecen mucho, es preferible que estén ausentes de la práctica y del comentario de lo deportivo. Pero no siempre los propios periodistas contribuimos adecuadamente a ello.

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