Tribuna:Sydney 2000 LA OTRA MIRADA - JULIO CÉSAR IGLESIAS

El día de la Bestia

Sydney 2000 ha vuelto a revelarnos que el atletismo moderno ordena a sus especialistas según tipos y fisonomías. Comienza la sesión, y sobre las pistas desfilan los cuerpos ingrávidos de los mediofondistas: la tenue Gaby Szabo puntea su calle con el sonido ligero de una máquina de coser, dos keniatas tamborilean en la línea de salida y un tal Kipketer recién llegado de la luna hace ejercicios de levitación en plena carrera.Convenientemente separados por las pantallas de seguridad, los forzudos del martillo empiezan a sudar litros de linimento, varias sílfides nórdicas vuelan sobre el foso de s...

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Sydney 2000 ha vuelto a revelarnos que el atletismo moderno ordena a sus especialistas según tipos y fisonomías. Comienza la sesión, y sobre las pistas desfilan los cuerpos ingrávidos de los mediofondistas: la tenue Gaby Szabo puntea su calle con el sonido ligero de una máquina de coser, dos keniatas tamborilean en la línea de salida y un tal Kipketer recién llegado de la luna hace ejercicios de levitación en plena carrera.Convenientemente separados por las pantallas de seguridad, los forzudos del martillo empiezan a sudar litros de linimento, varias sílfides nórdicas vuelan sobre el foso de saltos y los watusi de la jabalina sueltan el brazo con la diligencia de los antiguos cazadores africanos. De repente, las distintas siluetas nos hacen pensar en la pirámide ecológica y el estadio es una alegoría de la sabana: hipopótamos que resoplan al lanzar el peso, antílopes que hacen demostraciones de elasticidad, perros salvajes que se agrupan para tramar un plan, guepardos que se inclinan en la última curva, gacelas que apuran el salto, jirafas que se ciñen al listón y gatos de la velocidad que arquean el lomo con una falsa indiferencia.

Inopinadamente los espectadores se transforman en los romanos del coliseo: desde el subsuelo, por la boca del mismísimo túnel, en un sólo compás, sube hasta la grada un clamor de gruñidos, alaridos y rugidos. En eso aparece Maurice Greene.

A primera vista Maurice es un fardo de proteínas organizado alrededor de un esqueleto o, más exactamente, un muñeco de fibra inflado por el viento. Tiene la cabeza tan redonda como los hombros, los hombros tan redondos como los pectorales, los pectorales tan redondos como los muslos, y los muslos tan redondos como las pantorrillas. Los orificios sin cerrar del aro que llevaba en la ceja hacen una definitiva inspiración: podría ser un autómata de caucho al que se le ha caído la etiqueta.

Cuando los jueces le llaman, Maurice se anima de nuevo: bufa, muge y se estira. Por fin nos damos cuenta de que su figura, sin duda procedente de los laboratorios de Vulcano, es la representación piramidal del poderío. Es un tigre que ha saltado sobre un oso que se ha encaramado a un toro que viaja sobre un elefante. Toma el gran Mo la salida, divide la musculatura en huesos, tendones y estrías, y corta el viento con todo su material aerodinámico: colmillos, orejas, líneas de la frente, clavos de las zarpas, aletas de la nariz.

Luego se deshincha, deja sobre el tartán un rastro de huellas de dinosaurio, y nos abandona, derrotados, sobre el brazo del sofá.

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