Tribuna:SYDNEY 2000LA OTRA MIRADA - GONZALO SUÁREZ

La vida es juego y los Juegos juegos son

Odio las Olimpiadas. No soporto las banderas y las medallas. Ni la circense parafernalia mediática con la que irrumpen en nuestras casas. Pero aprecio la belleza de los que corren y saltan y la sublime destreza de los que danzan o lanzan. Sin embargo, las muecas, frecuentemente feroces, de los vencedores me emocionan menos que la tristeza, siempre desoladora, del perdedor. Es un espectáculo cruel. Sólo tres de cada especialidad suben al podio y disfrutan de una gloria tan intensa como efímera. Los demás, a veces por centésimas de segundo, tras años de sacrificio, regurgitan el sabor del fracas...

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Odio las Olimpiadas. No soporto las banderas y las medallas. Ni la circense parafernalia mediática con la que irrumpen en nuestras casas. Pero aprecio la belleza de los que corren y saltan y la sublime destreza de los que danzan o lanzan. Sin embargo, las muecas, frecuentemente feroces, de los vencedores me emocionan menos que la tristeza, siempre desoladora, del perdedor. Es un espectáculo cruel. Sólo tres de cada especialidad suben al podio y disfrutan de una gloria tan intensa como efímera. Los demás, a veces por centésimas de segundo, tras años de sacrificio, regurgitan el sabor del fracaso el resto de sus vidas. Rara vez se pueden resarcir. De poco les sirve el mezquino consuelo de comprobar, a la larga, cómo los ganadores acaban degustando la amargura del olvido y la melancolía del recuerdo. Siento piedad por los unos y los otros. Y también profunda admiración. Pero nada llega a paliar el dolor del atleta derrotado por mucho que le cuenten eso de que lo importante era participar. No ignoro que ahí radica la grandeza de los Juegos. Algunos, los más, tienen que perder para que otros, los menos, ganen. Bélico aserto que no comporta muertos, pero sí sacrificados como en las guerras floridas de los aztecas. A los perdedores se les arranca, de alguna manera, el corazón. De ahí, la angustiosa tensión de las gimnastas quinceañeras, sobre las que gravita una monstruosa responsabilidad con la aquiescencia de sus mayores y el sádico beneplácito general. Pongo este ejemplo extremo porque me causa estupor que la explotación de menores pase a ser, Olimpiadas mediante, constitucional. Me deslumbra, por otra parte, la prematura madurez, la concienzuda profesionalidad y el arte de estos pequeños ángeles de laboratorio que vuelan sin alas y juegan sin alegría.Me felicito, sin duda, en mi fuero interno, de que esta fasta efémeride, que propicia una confrontación sin sangre, haya sobrevivido a Zeus. Me congratulo al comprobar, con siempre renovado asombro, que cada cuatro años nademos, corramos y saltemos cada vez más aunque pensemos cada vez menos. Sospecho que ese eufemismo llamado "medicina deportiva" tiene algo que ver con la ininterrumpida superación de récords inalcanzables. Así como sofisticados cronómetros que ya no miden sino desglosan el tiempo. Pero lo que me deja fascinado, y patidifuso, de esta Olimpiada australiana es el presupuesto tan generosa y demagógicamente aplicado a pruritos ecológicos (sic) que, al parecer, sólo relumbran en los estadios, donde, dando al traste con las no menos ecológicas premisas de amateurismo, las marcas comerciales acechan por doquier. Como dijo el poeta, la vida es sueño. Y alguien, en la sombra, la promociona.

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