GENERACIÓN NÓMADA

En Pitak, para siempre ARCADI ESPADA

Laia Lukacs tenía 18 años y se había acabado el tiempo del escultismo a la vez que otras muchas cosas. En cuanto a la Segarra, bonita comarca, no entraba en su planes. Allí iban sus padres todos los veranos y allí tenía amigos ciertamente entrañables. Pero el tren, su tren, no pasaba entonces por allí y tardaría en volverlo a hacer, como es natural y lógico hablando de adolescentes. Fue a la Generalitat.-¿Qué puedo hacer?

-Uff, ya queda bien poca cosa.

-¿Qué queda?

-Canadá, cortar madera. Y Armenia.

Sólo hay dos modos de viajar: o por catálogo o por palabras. Por ca...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Laia Lukacs tenía 18 años y se había acabado el tiempo del escultismo a la vez que otras muchas cosas. En cuanto a la Segarra, bonita comarca, no entraba en su planes. Allí iban sus padres todos los veranos y allí tenía amigos ciertamente entrañables. Pero el tren, su tren, no pasaba entonces por allí y tardaría en volverlo a hacer, como es natural y lógico hablando de adolescentes. Fue a la Generalitat.-¿Qué puedo hacer?

-Uff, ya queda bien poca cosa.

-¿Qué queda?

-Canadá, cortar madera. Y Armenia.

Sólo hay dos modos de viajar: o por catálogo o por palabras. Por catálogo uno compra una isla, o un chico en surf, o un trozo de mosaico romano. Por palabras uno viaja siempre hasta el más allá. Oye Armenia, por ejemplo, y lo de menos es la geografía. Uno se instala en la palabra, en los colores y en los remotos recuerdos que trae la palabra, y con ella vuela, a Armenia, por ejemplo. Algo de eso le pasó a Laia Lukacs -de familia remotamente húngara, sin ningún parentesco con el tremendo filósofo: en Budapest decir Lukacs es decir García- cuando decidió aceptar la oferta de su Gobierno y marchar a trabajar en una escuela para las víctimas del terremoto que había asolado Armenia poco tiempo antes. Esto sucedió hace cinco años.

-Subí a un avión..., bueno más bien se trataba de un autobús que volaba. De las líneas armenias. No pude facturar y me tocó arrastrar el equipaje por media pista. Era realmente estupendo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

-Arrastrar el equipaje...

-Claro, todo, el equipaje, el ambiente, el avión sin cinturones. Justo lo que esperaba. De otro modo me hubiera sentido en la Segarra, ¿comprende?

Así, después de seis horas, llegó a Yereván. Esto ya no sonaba a nada, ni traía recuerdos. Yereván era la ciudad armenia donde había aterrizado el autobús. Superadas, muy lentamente, las formalidades aduaneras y trabado contacto en el vestíbulo del aeropuerto con el muchacho que la esperaba, echó una ojeada. El color era amarillo rancio, el color, exactamente, de Nada, la posguerra de Carmen Laforet y de España; luego, en las calles, bloques de tipo soviético y una cantidad extravagante de escapes de agua. Hacía mucho calor. El muchacho vivía en el séptimo piso de uno de esos bloques y Laia Lukacs tendría que pasar unos cuantos días allí hasta que los recogieran para marchar al campo. El piso, pequeño, estaba recubierto de las bellas alfombras armenias y el muchacho vivía allí con su familia. Ahora viviría también ella, y otra campista que llegaría de un momento a otro. Yereván, los días que duró, no le pareció que fuera nada para cobijar en su alma. Había el problema, además, aunque relativo, dados los alicientes, de que las mujeres que salían solas eran putas o como putas. Ella no salió nunca sola. A veces, después de un par de días, preguntaba cuándo vendrían a buscarla, pero el muchacho no estaba seguro y para qué le iba a contestar una cosa por otra.

Al fin, una mañana, y precedido de un inusitado e incomprensible movimiento en la casa, llegó un coche trompetero anunciando que iban a llevar a las campistas a Pitak. Ella se puso de muy buen humor porque lo que esperaba en la vida eran novedades y no había duda de que ésta se la estaban presentando en bandeja. El trayecto duró cerca de un par de horas. Habían pasado 100 kilómetros, pero lo cierto es que ya estaban en Pitak. Laia Lukacs esperaba un pueblo y se encontró tan sólo con unos cuantos barracones agrupados en torno a un centro elíptico. Pero aunque era joven ya iba aprendiendo que la realidad no siempre está a la altura de lo que las palabras insinúan.

No necesitó demasiadas horas para darse cuenta de dónde se había metido. Por todas partes reinaba el desorden, como dicen las novelas. Casi al mismo tiempo en que ella entraba, un grupo de francesas salía. Iban diciendo que no podían aguantar más. Pero, sobre todo, decían que allí no se podía hacer nada. El gesto fue entendido, por ella incluso, como propio de unas muchachas de París. Laia Lukacs se remangó y se dispuso a enseñar inglés a unas docenas de niños que habían perdido su casa, y tal vez algo más, a causa del terremoto. Una empresa difícil, sobre todo cuando te roban el neceser.

-Sí, en medio del caos más desbordante, cuando me sentía más débil y desmoralizada, me robaron el neceser, lo que sin duda influyó en mi repentina subida del ánimo. Usted no puede imaginarse lo que significa que a una chica le roben el neceser en Pitak, poblado, provisional, de Armenia.

Los días fueron pasando y las cosas, objetivamente, no mejoraron un ápice. Los chavales entraban y salían de las clases cuando les apetecía, dando a entender, probablemente, que puñetera falta les hacía el inglés. Por otro lado la comida empezó a escasear, por una razón extremadamente simple: no había con qué comprarla. Una noche la escuela donde dormían apareció ocupada por una boda, por una boda armenia. Estas cosas no tienen mayor importancia cuando se escriben desde aquí, porque ha pasado el tiempo y los otoños, tan extremadamente agradables en las ciudades, permiten charlar sobre las aventuras del pasado con una nonchalance muy seductora. Pero lo cierto es que aquella noche venía muy cansada y no podía dormir porque había una boda armenia. Fueron unos minutos difíciles. Hasta que decidió adherirse al festejo con una inteligencia muy pragmática, pactista, impropia de la juventud, que es época de grandes convicciones inmutables. Luego, hasta el final, hubo más. Hubo de sortear los embates amorosos del jefe local de la mafia, hubo de llevar de urgencias a una compañera a un hospital armenio y hubo de soportar la relativa humillación de que el campo cerrara antes de tiempo, vistos los indudables problemas que su actividad suponía. Cuando llegó a casa, pasó una semana durmiendo y lavándose, como un gatito.

-¿Qué aprendió?

-Que hay límites. Tanto para ellos como para mí. Yo no los podía ayudar y ellos estaban convencidos de que no saldrían adelante.

-Mal asunto, ciertamente.

-Lo sabían, sabían que el destino los había colocado allí, en Pitak, para siempre.

Laia Lukacs siguió en lo de los campos de trabajo. Al año siguiente escogió París.

Oferta de campos de trabajo. Secretaría General de la Juventud. Departamento de Presidencia de la Generalitat de Cataluña.

Consuelo Bautista

Archivado En