Tribuna:

El nudo montenegrino

Hace algunos años, un amigo serbio intentó abrir en Belgrado un pequeño bar musical con algunos colegas. "Estamos desesperados -comentaba-. Han pasado ya varios grupos mafiosos a vender protección. Y aparte de que piden bastante dinero, no sabemos con cuál quedarnos". En cierta manera, esta anécdota revela cuál sigue siendo la esencia del panorama político en Serbia y Montenegro. Lo explicaba recientemente Inoslav Besker, un agudo comentarista croata: en Yugoslavia, el poder no se ejerce desde las instituciones; los cargos no significan gran cosa. Milosevic monopoliza el poder desde hace más d...

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Hace algunos años, un amigo serbio intentó abrir en Belgrado un pequeño bar musical con algunos colegas. "Estamos desesperados -comentaba-. Han pasado ya varios grupos mafiosos a vender protección. Y aparte de que piden bastante dinero, no sabemos con cuál quedarnos". En cierta manera, esta anécdota revela cuál sigue siendo la esencia del panorama político en Serbia y Montenegro. Lo explicaba recientemente Inoslav Besker, un agudo comentarista croata: en Yugoslavia, el poder no se ejerce desde las instituciones; los cargos no significan gran cosa. Milosevic monopoliza el poder desde hace más de una década al margen de su cargo concreto, que ha cambiado en varias ocasiones. Las mafias que apretaban a mi amigo de Belgrado son el síntoma de una judicatura poco eficaz, de una policía ornamental, incluso de una economía paralizada. Pero el fenómeno es mucho más amplio. Las instituciones no son independientes, no son solventes, no tienen capacidades reales. Eso es lo que denominaríamos la inexistencia de un Estado liberal articulado, pero no es intrínsecamente serbio. Ocurrió en España en varias ocasiones de nuestra reciente historia. Ventilar el asunto diciendo que ese tipo de cosas son "muy específicas" o "muy complicadas" es precisamente un argumento de nacionalistas más bien exaltados y se usa también en referencia a Euskadi, por poner un ejemplo.Así, una primera actitud constructiva para solucionar el problema yugoslavo pasa por no inventarse falsos mitos. Sólo con el transcurrir de los años la prensa occidental ha comenzado a aceptar que el presidente croata Franjo Tudjman era nefasto. Cuando se digiera el empacho que llevamos de Milosevic, aún tendremos que esperar algún tiempo más para ver con mayor realismo a los demás: a Izetbegovic, a Rugova, incluso al oportunista Mesic. Personalidades políticas cuestionables, cuyo mayor acierto fue lograr que las potencias occidentales apostaran por ellos.

Washington y Bruselas tienen ahora ante sí a las figuras de la oposición serbia y al líder montenegrino prooccidental Milo Djukanovic. La estrategia norteamericana -de nuevo la más determinada- apostaba por la unión de todos contra Milosevic. No era una mala opción, y no tanto por los magros resultados que pudieran cosechar en las elecciones de septiembre. La idea era crear una primera entidad antisistema (la oposición unida) en un país sin instituciones independientes. Al menos existiría un flotador al que los descontentos se pudieran agarrar. Algo así como el sindicato Solidaridad en la Polonia de 1980. Pero, por lo visto, no va a funcionar, porque algunos líderes opositores se han negado al frente unido.

Alguien dijo que antes de pensar en echar a Milosevic, habría que refundar toda la oposición política serbia. No iba desencaminado, pero debe matizarse: antes de darle la patada a Slobo hay que cambiar la manera de pensar en los Balcanes y, sobre todo, el concepto que allí tienen de los occidentales. Tomemos como ejemplo el caso de Montenegro, liderado por una coalición de partidos prooccidentales a cuyo frente está Djukanovic. Las promesas de lealtad de Milo son incuestionables y categóricas. Sus denuncias de la opresión serbia son de lo más políticamente correcto. A cambio, Montenegro apenas fue atacado durante la campaña aérea de la OTAN contra Yugoslavia, y en los últimos meses ha recibido generosas ayudas económicas.

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Una breve visita a Montenegro, este mismo verano, abre mucho los ojos. El litoral rebosa de turistas serbios, alojados en casas particulares y hoteles más que deficientes. Uno se pregunta qué ocurriría con la principal riqueza de Montenegro si se produjera la secesión de la república y se quedaran un solo verano sin el dinero del turismo procedente de la vecina república. Podgorica, la capital, es una ciudad administrativa, más bien fea. Está repleta de bares de copas, uno al lado del otro, con música atronadora. A cambio, cuesta encontrar un restaurante; y sólo hay dos hoteles, carísimos y viejos. No hay nuevos negocios que exijan un mayor esfuerzo o riesgo y que vaya más allá de servir alcohol. No hay obras públicas, no hay grúas, los edificios céntricos están destartalados, el tráfico es un caos, las escasas fábricas han cerrado o lo van a hacer. Seguramente, el dinero de los occidentales va a parar a algunos pocos bolsillos, quizá se convierte en bares surrealistas o en armas para la policía fiel a Djukanovic, pero no ha revertido en la comunidad. En el fondo es lo de siempre: en un país sin instituciones lo que funciona es el chollete, los 35 clanes montenegrinos, los amigos con influencia, el sálvese quien pueda.

Ya a comienzos de julio, el prestigioso semanario montenegrino Monitor denunciaba que bajo la excusa de la lucha contra Belgrado, el régimen de Djukanovic no admitía críticas, los escándalos se silenciaban. Un mes más tarde, la secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, se entrevistó en Roma con Djukanovic. Le instó a que se presentara a las elecciones haciendo causa común con la oposición a Milosevic. Pero el joven mandatario montenegrino rehusó declarando que presentarse a los comicios es hacerle el juego a Milosevic. Es cierto que poco podría hacer el voto de los 600.000 montenegrinos contra los 10 millones de la población serbia. ¿Pero fue ésa la verdadera razón del desplante? A los pocos días, Djukanovic se entrevistó con su mortal enemigo, el líder socialista Momir Bulatovic, fiel aliado de Milosevic. Porque resulta que en Montenegro una parte importante de la población es yugoslavista, o incluso se considera más serbia que los serbios. La esquizofrenia montenegrina es ya histórica y desde siempre han existido los "blancos" (proserbios) y los "verdes" (nacionalistas montenegrinos). Y entonces nos damos cuenta de que Djukanovic tiene miedo a perder el poder, dado que los proserbios sí que se van a presentar a las elecciones. Pero, sobre todo, es más que posible que la oposición serbia envíe candidatos a Montenegro y eso podría agrupar al tercio de los ciudadanos que están contra Milosevic, pero quejosos de Djukanovic y por la unión con Serbia. Sumado ese tercio al de los que están a favor de Serbia y Milosevic, Djukanovic y los suyos quedarían claramente arrinconados en su boicot. También nos percatamos de que la población más yugoslavista es la del interior y el norte musulmán, donde no llega el dinero del turismo ni las ayudas occidentales. Sospechamos, además, que Milo tiene muy en cuenta que los norteamericanos no podrán intervenir, dado que sus elecciones serán en noviembre y la administración demócrata no se meterá en nuevas aventuras. Sobre todo después del patinazo de Camp David con israelíes y palestinos, con desenlace en septiembre.

Djukanovic está componiendo sus apaños y esto supone hacer mangas con capirotes. Porque Yugoslavia entera es un país con instituciones sin autoridad y el ciudadano de a pie se pasa el día trampeando, decidiendo si apuesta por un grupo de compadres o por otro, si chupa de aquí o de allá. Estos mecanismos mortales destruyeron la Yugoslavia pos-Tito hace una década y dieron lugar a cuatro guerras. Pero no han hecho sino perpetuarse. Y desde Occidente seguimos añadiendo gasolina a los maléficos motores, dándole nombres que nos suenan bien e inventándonos bandos irreales.

Francisco Veiga es profesor de Historia de Europa Oriental de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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