Sobrevivir en el Asfalto

Lecturas enormes PEDRO ZARRALUKI

A veces, por causas que pueden resultar bastante extrañas y que son casi siempre de orden estival, puede encontrarse uno en una ciudad que no es la suya con un montón de horas por delante y sin nada que hacer, salvo esperar. Esto, que en otro momento del año provocaría cierta ansiedad, en agosto acaba siendo incluso placentero, como me sucedió a mí el otro día en Tarragona. Andaba yo esperando a una persona que había perdido el tren en el que debía haber llegado, con un ramo de flores cada vez más mustio en la mano y la sensación, creciente, de haber remoloneado ya frente a todos los escaparat...

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A veces, por causas que pueden resultar bastante extrañas y que son casi siempre de orden estival, puede encontrarse uno en una ciudad que no es la suya con un montón de horas por delante y sin nada que hacer, salvo esperar. Esto, que en otro momento del año provocaría cierta ansiedad, en agosto acaba siendo incluso placentero, como me sucedió a mí el otro día en Tarragona. Andaba yo esperando a una persona que había perdido el tren en el que debía haber llegado, con un ramo de flores cada vez más mustio en la mano y la sensación, creciente, de haber remoloneado ya frente a todos los escaparates de la ciudad. A aquellas alturas creía conocer de memoria el largo paseo tarraconense, tan agradable y tan suicida, que acaba despeñándose sobre la lejana y profunda geometría de los raíles.Recorría una vez más aquel paseo acariciando fugaces y ociosos pensamientos cuando descubrí algo sorprendente en uno de los escaparates ante los que más veces, y con evidente distracción, me había detenido. Era el de una pequeña librería. En una esquina, como dejados allí por descuido, se amontonaban tres ejemplares del mismo libro: Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa. No había oído hablar de aquel libro hasta una semana atrás, durante una cena en la que alguien se había referido a él. Al confesar yo no haberlo leído, el resto de los comensales habían asegurado sentir envidia del placer que me esperaba cuando lo hiciera. Conservaba incluso, en la cartera, un trozo de servilleta en el que un amigo me había escrito el título de la obra.

Entré en la pequeña librería. Poco después salía de nuevo a la calle con el volumen en mi poder. Era realmente grueso, pero eso no podía importar en un día y en una ciudad en los que el tiempo parecía haberse detenido. De pie en el paseo, apoyé el libro sobre el ramo de flores y lo abrí al azar. Leí: "Lo que él quería era meterse en la cabeza, de una vez, lo que los libros dan y no. ¡Era la inteligencia! Devoraba, de corrido, pasaba de lección a lección y preguntaba, repreguntaba, parecía hasta sentir rabia de que yo supiese y él no, despechos de todavía tener que aprender...". La voracidad del protagonista desató la mía. Tomé asiento en un banco y comencé a leer.

No me moví de allí en un par de horas. A punto estuve, finalmente, de llegar tarde a la estación de tren. Entregué las flores mustias a la persona a la que tanto había esperado y la ayudé a cargar el equipaje. Bajo el brazo llevaba mi libro nuevo con el trozo de servilleta marcando la lectura interrumpida en la página 87. Han pasado desde entonces varios días y el libro sigue acompañándome allá adonde voy, como un amigo, como una costumbre, como un monstruo de lentos andares que no tuviera prisa por abandonar ninguna ciudad. Y es que, en la actualidad, los libros se escriben con la intención de no asustar a un lector al que se le supone frágil y espantadizo. Pero en agosto llega el momento de los antiguos mastodontes, aquellas obras que sólo se pueden abordar en las horas inmóviles.

Mi experiencia con Guimarães Rosa me ha llevado a realizar una pequeña encuesta telefónica. He llamado a varios conocidos para preguntarles qué lecturas les acompañan estas vacaciones. Todos ellos han caído en el vicio implacable de lo enorme. Uno, entrañable por su exagerada fidelidad, ha dicho que estaba leyendo Don Quijote de La Mancha, "como todos los veranos". Otro ha dado comienzo a En busca del tiempo perdido, dispuesto a llegar esta vez hasta el final. Una última consulta telefónica me ha llevado hasta El cuarteto de Alejandría, iniciado por una lectora que, tal como me había sucedido a mí con Guimarães Rosa, ha confesado no haberlo leído todavía.

-Tengo envidia del placer que vas a sentir haciéndolo -le he contestado, vengativo.

"Vengar, se lo digo a usted, es lamer, frío, lo que otro guisó demasiado caliente." Eso es lo que opina de la venganza Riobaldo, el protagonista del libro que me acompaña desde aquella tarde en Tarragona. De aquí nace precisamente mi única prevención, debida quizá a llevar tanto tiempo junto a ese Riobaldo: he llegado a creer que cada vez me parezco más a él. Y eso, aunque forme parte necesaria de estas desmesuras, me da un poco de miedo. ¡Ah, la demasiada literatura!

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Vicens Gimenez

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