Tribuna:

Fiesta

La vida merece la pena, sobre todo, cuando uno escucha la felicidad de los otros, la felicidad de la tierra, la voz ajena; la soledad es la esencia, el punto de partida, pero es el eco ajeno el que le da sentido a la creación o al esfuerzo; los creadores se esconden del mundo, se sientan solos ante su cuaderno de dibujos o ante su máquina de escribir, y van diciendo desde esa lentitud sonora que es la voluntad del artista lo que pasa por su imaginación, por su memoria o por su conocimiento. Después del esfuerzo vienen premios, celebraciones, o incluso más soledad, la perplejidad de no haber ll...

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La vida merece la pena, sobre todo, cuando uno escucha la felicidad de los otros, la felicidad de la tierra, la voz ajena; la soledad es la esencia, el punto de partida, pero es el eco ajeno el que le da sentido a la creación o al esfuerzo; los creadores se esconden del mundo, se sientan solos ante su cuaderno de dibujos o ante su máquina de escribir, y van diciendo desde esa lentitud sonora que es la voluntad del artista lo que pasa por su imaginación, por su memoria o por su conocimiento. Después del esfuerzo vienen premios, celebraciones, o incluso más soledad, la perplejidad de no haber llegado, todavía, a ninguna parte; los que salvan la melancolía de ese instante en que no hay eco intentan de nuevo ponerle voz o pintura a su pasión, y cuando ya hallan en los demás el espejo de lo que han hecho no pueden describir sólo en palabras la felicidad que sienten. La vida es tantas cosas, cómo la sacrifican alrededor, cómo la matan.Uno de esos grandes solitarios nuestros, Manu Leguineche, periodista, escritor, ha viajado por todas partes; cuando nadie creía que existía el mundo desde España él le dio la vuelta, y cuando estaba sepultada la memoria de la guerra civil se acercó a ella (con Jesús Torbado) y la puso sobre la mesa de un país aún malherido; y desde cualquier sitio vio cómo iba, sobre todo, la Gernika de donde venía, y la gran mancha de tierra que hay alrededor del pueblo del que partió para hacerse un testigo. Cansado de tanto trayecto, un día resolvió encerrarse en la que fue Escuela de Gramáticos de Brihuega, en la Alcarria profunda, y allí, rodeado de libros, papeles y experiencias, siguió contando, de nuevo, el mundo, pero por dentro; y no sólo viajó hacia afuera desde ese cuarto cibernético y analógico que es su torre: Manu hizo el viaje interior, al fondo, precisamente, de la felicidad de estar en la tierra. Ahora sus vecinos, que le han visto afanarse en soledad, le han puesto el nombre a la plaza sobre la que decidió vivir en paz cansado de tanta guerra. Es bueno que en este país tan singular y tan manchado por el rencor haya también, y con frecuencia, espectáculos, fiestas, de esta calidad: un pueblo entero agradeciéndole a un hombre que le haya elegido para practicar allí la soledad fértil, ancha y feliz de la escritura. Una fiesta en Brihuega.

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