Tribuna:Viajes

Ser féliz en Mónaco

Es mentira eso que dicen acerca de que, a la hora del último y definitivo viaje, todos los viajes pasan por tu mente en cuestión de segundos, como en un orgasmo cósmico de aeropuertos y muelles y estaciones de tren y autos alquilados siempre oliendo a nuevo. No es verdad. No pasa nada. El final es más parecido al inquietante paréntesis de las salas de espera -tan parecidas a las de los hospitales- cuando se ha postergado la hora de partir, cuando nadie sabe nada ni tiene información alguna, cuando la voz de esa enana internacional que habla por los altavoces de los aeropuertos con la estática ...

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Es mentira eso que dicen acerca de que, a la hora del último y definitivo viaje, todos los viajes pasan por tu mente en cuestión de segundos, como en un orgasmo cósmico de aeropuertos y muelles y estaciones de tren y autos alquilados siempre oliendo a nuevo. No es verdad. No pasa nada. El final es más parecido al inquietante paréntesis de las salas de espera -tan parecidas a las de los hospitales- cuando se ha postergado la hora de partir, cuando nadie sabe nada ni tiene información alguna, cuando la voz de esa enana internacional que habla por los altavoces de los aeropuertos con la estática incomprensible del esperanto se dirige a todos los otros pasajeros menos a nosotros, cuando dejamos de ser personas para convertirnos en maletas sin dueño ni destino. Ahí estamos -acostados en una cama si supimos prevenir el final, o en cualquier otra parte si nos llegó de improviso- y entonces apenas hay tiempo y ganas y fuerzas para recordar un viaje, el mejor viaje de todos.Yo he sido un viajero atípico y me enorgullezco de ello. Siempre preferí leer a Paul Theroux y a Bruce Chatwin antes que la Guide Michelin o el catálogo de Relais & Chateaux. Desprecio los caminos más transitados y los itinerarios más obvios. Así estuve en Viena nada más que para subirme en la rueda de la fortuna que aparece en El tercer hombre y ni siquiera miré a su catedral, y pasé por Salzburgo para girar sobre mi eje en ese prado donde la insufrible Julie Andrews cantaba que "las colinas están vivas con el sonido de la música". No toqué ninguna pirámide egipcia prefiriendo, en cambio, llegar hasta ese tan célebre como secreto oasis de la frontera con Libia, donde te venden momias por debajo del mostrador como si se tratara de botellas de cerveza. Momias de perros, de niños, de mujeres. Me compré una momia de algo parecido a un dálmata y nada ni nadie pudo jamás convencerme de que vale la pena pasearse por las tripas de la Estatua de la Libertad o detenerme frente al pequeño cuadro de una mujer sonriente y renacentista rodeada de japoneses con cámaras digitales en uno de los demasiados salones del Louvre. He seguido de largo, fugaz y despectivo, por metrópolis seductoras para sucumbir y quedarme, varias semanas, en sitios liminares como Andorra, Gibraltar o las islas Georgia por el solo placer de que nada me ocurriera en un lugar donde nada puede ocurrir. Me gusta pensar que la forma del movimiento es señal de identidad y que -si bien el movimiento se demuestra andando- no hay que resignarse a la inercia turística de las masas cuando se puede rescatar la singularidad nómada de nuestros antepasados, esos que viajaban sin pausa ni destino final porque la idea del hogar les era tan ajena como la de las vacaciones, los puentes, el room service y la pulsión supuestamente placentera del mañana voy a estar en otra parte, lejos. Para ellos, para los viajeros del principio -también para mí, este viajero del final rumbo a la nada cinco estrellas-todo quedaba cerca.

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"Los viajes son una brutalidad", escribió Cesare Pavese y a mí me gusta viajar -tal vez vaya siendo hora de que lo confiese- porque soy masoquista y porque viajar es sufrir un poco. Por eso elegí Mónaco, ese sitio al que uno nunca va porque siempre está viniendo hacia uno. Mónaco en la prensa, en la televisión, en el aire como una espora extraterrestre que respiramos sin darnos cuenta hasta que es demasiado tarde. Seicientos años de historia local, intrascedente y corsaria que se vuelve universal a partir del matrimonio de un príncipe con una actriz de Hollywood de apetitos sexuales desmesurados -dicen los biógrafos de afuera del principado-, quien hizo posible el milagro de que las princesas volvieran a ser hermosas, volvieran a ser princesas en serio, como corresponde.

Llegué a Mónaco el día de la Fiesta Nacional Monegasca. Llegué a esa especie de Disney World corrupto atravesando el territorio de Van Gogh donde pintó todos esos cuadros que no fui a ver cuando estuve en Amsterdam. El paisaje deslumbra y, al final, cede ante la inocurrencia de postal decadente de la Costa Azul. Mónaco es, quizá, la postal más tonta de todas. Mónaco está hecho a base de dinero turbio y paparazzi y arquitectura demencial y micrófonos y cámaras ocultas en todas partes. Una ciudad encaramada sobre desfiladeros con modales de pueblo indio norteamericano. Una montaña hueca de estacionamientos. No cabe una aguja en ese pajar y todo parece elegantemente dispuesto para la noche en que llegue una ola gigante y arrase con todo.

Mónaco es horrible y yo fui a Mónaco para ser feliz, para sufrir a lo grande. Yo fui a Mónaco para encontrarme con Ernest de Hannover, para que Ernest de Hannover me moliera a patadas, para que sus golpes me elevaran al más exquisito de los placeres. Sí, esa mañana patria me acerqué a los Grimaldi cuando llegaron a una catedral que parecía construida con piezas de Lego, me adelanté a la jauría de fotógrafos, invadí el espacio prohibido. Los Grimaldi se veían curiosamente desalmados. Habían sido fotografiados demasiadas veces y por eso -como aseguran ciertos sabios aborígenes- les quedaba poco alma. Los miré y los sentí planos y en colores, livianos como páginas de revista del corazón y me asomé a los bordes del emocionado ataque cardiaco cuando levanté mi cámara y grité: "¡Hey, Hangover!" y vi cómo el rostro de Ernest se fundía en el calor de su furia y vino hacia mí corriendo, la dentadura llena de dientes, el sello de su puño en el pasaporte de mi rostro, el placer del impacto. No recuerdo mucho más que eso y nada me importaron las fotos que me mostraban pleno y realizado y en el suelo y que viajaron por el mundo a la velocidad de las noticias, mucho más rápido que la luz y el sonido. Tampoco presenté cargos. No me interesaba. Me fui de Mónaco no sin antes -agradecido- perder todo mi dinero en el casino. Crucé una calle y ya estaba en Beausoleil, en Francia. El principado se había convertido en república, yo era feliz y el mundo me parecía repleto de infinitas posibilidades que en algún momento se convirtieron en certezas. No las recuerdo. Fueron tantas. Ahora que floto en un infinito sin hoteles -mi última voluntad fue la de ser convertido en cenizas y que me lanzaran al espacio para flotar en un viaje desorbitado sin arrivals ni departures- tengo todo el tiempo del mundo para recordar que fui feliz en Mónaco, que soy feliz en Mónaco, que siempre seré feliz en Mónaco.

Rodrigo Fresán es autor de los libros Historia argentina, Vidas de santos, Trabajos manuales, Esperanto y La velocidad de las cosas.

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