Tribuna:

Los nuevos creyentes

JULIO SEOANE

A principios de siglo, durante las primeras décadas, la emigración pobre de Europa hacia Estados Unidos provocó numerosos estudios sobre la adaptación de esas gentes a la nueva sociedad. Algunos reaccionaban con temores y prejuicios eugenésicos por miedo a un deterioro en la sociedad democrática, preocupados por las líneas de sangre más eficaces de América. Pero muchos otros pensaban de forma muy distinta, hasta el punto de que un ejército de investigadores sociales se lanzaron con ilusión a conocer las normas, valores y actitudes de los distintos grupos de inmigrantes, par...

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JULIO SEOANE

A principios de siglo, durante las primeras décadas, la emigración pobre de Europa hacia Estados Unidos provocó numerosos estudios sobre la adaptación de esas gentes a la nueva sociedad. Algunos reaccionaban con temores y prejuicios eugenésicos por miedo a un deterioro en la sociedad democrática, preocupados por las líneas de sangre más eficaces de América. Pero muchos otros pensaban de forma muy distinta, hasta el punto de que un ejército de investigadores sociales se lanzaron con ilusión a conocer las normas, valores y actitudes de los distintos grupos de inmigrantes, para ayudar a integrarlos en su nuevo modo de vida.

Nada de aquello tiene relación con lo que está ocurriendo ahora y cualquier comparación puede significar un error fatal o, al menos, quedarse sin entender lo principal. De la misma manera que Internet no se puede confundir con un simple sistema de comunicación, el fenómeno actual de la emigración hacia la Europa estable es algo nuevo y también difícil de anticipar en todas sus consecuencias.

En esta ocasión, a casi nadie le preocupan ya las normas, valores y actitudes de los que están llegando, porque nos parece más urgente discutir sobre nosotros mismos, sobre nuestros sentimientos de culpa, y establecer así posibles diferencias entre racismo, xenofobia o los simples prejuicios contra la marginación. De esta manera, pendientes de nuestros pecados, nos perdemos lo más nuevo y lo más importante de lo que está sucediendo: los inmigrantes ac-tuales necesitan nuestra ayuda y solidaridad, sin duda, pero no necesitan adaptación porque confían más que nosotros mismos en el futuro de nuestras sociedades.

Con el firme propósito de convencer a los ciudadanos incrédulos, la publicidad, el consumo y la política han gritado tan alto y tan fuerte lo bien que vivimos que su mensaje está teniendo más eficacia fuera que dentro, algo que nadie se esperaba y que tampoco se pretendía. Los viejos ciudadanos seguimos sin tenerlo muy claro, continuamos siendo desconfiados y recelosos ante el futuro, después de un siglo bastante discutible. Por el contrario, los inmigrantes tienen los ojos fijos en el horizonte y nadie se atreverá a detenerlos. Por eso, cualquier ley de extranjería puede ser necesaria, pero siempre será insuficiente y, sobre todo, es provisional. La actual surgió indecisa, llena de dudas y contradicciones, y así continuará arrastrada por los últimos acontecimientos que vayan sucediendo día tras día.

Mientras los europeos nos volvemos pesimistas, con más o menos sinceridad para expresarlo, los recién llegados abandonan con horror su antiguo mundo y se incorporan con firmes creencias al futuro del nuestro. Sólo así, huyendo de algo y creyendo en algo, se puede soportar la dureza del éxodo y el tráfico inhumano al que se ven sometidos. Hace unos días, un conocido senador escribió en la prensa que los inmigrantes de hoy son los europeos de mañana. Es tan cierto que casi se queda corto. No hace falta esperar a mañana para reconocer que son los nuevos creyentes de la sociedad en que vivimos. Resulta terrible tener que decirlo y todavía más fácil apuñalar lo que digo, pero tengo que reconocer que les tengo envidia.

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