Tribuna:

La fe

Para alguien como yo, que ha vivido en muchos sitios, desconfía de las patrias y cree a pies juntillas que himnos y banderas son pamplinas, el fenómeno tribal del fútbol tuvo siempre categoría de misterio. Lo practiqué de pequeño en el colegio durante los cortísimos recreos que toleraba la firme disciplina de los maristas, pero era una forma ingenua de liberar las energías -como quien desbrava un potro-, no la mística financiera en que se ha convertido hoy. Además, ¿qué otra cosa iba uno a hacer en tiempo muerto, si el rock, aunque ya arrasaba en Memphis, aún no había llegado a España y tampoc...

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Para alguien como yo, que ha vivido en muchos sitios, desconfía de las patrias y cree a pies juntillas que himnos y banderas son pamplinas, el fenómeno tribal del fútbol tuvo siempre categoría de misterio. Lo practiqué de pequeño en el colegio durante los cortísimos recreos que toleraba la firme disciplina de los maristas, pero era una forma ingenua de liberar las energías -como quien desbrava un potro-, no la mística financiera en que se ha convertido hoy. Además, ¿qué otra cosa iba uno a hacer en tiempo muerto, si el rock, aunque ya arrasaba en Memphis, aún no había llegado a España y tampoco existían maravillas como el walkman, el CD player portátil o las miniconsolas matamarcianos?Y no es que faltaran hinchas en el pequeño mundo de mi infancia. El Granada CF militaba entonces en Primera División (creo que ahora anda entre los piojosos), pero yo me curé en salud una vez que un vecino de mi calle la cascó de berrinche de miocardio durante un partido en que la Real Sociedad ganó en Los Cármenes por goleada. Supongo que la contemplación de la llorosa viuda presidiendo el entierro me sirvió para afianzarme en la certeza de que hay cosas más importantes que darle puntapiés a un cuero redondo, y he llegado a la madurez como un bicho cada vez más raro en este país cuya afectividad pasa de la euforia a la melancolía según los altibajos de la Liga.

El virus futbolístico ataca a todos los oficios, incluido el de escritor. Manuel Vázquez Montalbán o Javier Marías son forofos incondicionales del balompié y Luis Landero me pidió disculpas hace un par de años por no quedarse a cenar en un viaje a Valencia: tenía que volar de regreso para ir al Bernabeu a ver un partido del Real Madrid.

Hay algo de sobrenatural e indescifrable en estos fenómenos de masas. Con el escepticismo del descreído, observé hace unas semanas la alegría de esos fieles que, en Portugal, levitaron de beatitud tras la divulgación del llamado tercer secreto de Fátima. Sin duda están hechos de la misma pasta que quienes este mes han vivido sin vivir en sí, pendientes de una quimérica victoria del Valencia en París.

Ahora que resulta digno del género párvulo tomarse en serio eso de que la Virgen desvió la bala de Ali Acca para salvar el pellejo de Karol Wojtila, el fútbol brinda milagros más hermosos y asequibles. Yo afirmo sin rodeos que las lágrimas de Cañizares tras la derrota parisiense o la galopada de Raúl con el balón pegado al empeine tienen actualmente más valor litúrgico en el corazón de los pueblos que la Santísima Trinidad o la inmaculada concepción del Verbo, porque no enredan con misterios metafísicos: son visibles, los comprende hasta Rociíto y se pueden disfrutar una y otra vez rebobinando la videocasete. Los futbolistas en los estadios cumplen la antigua función de fetiches que antaño tenían los santos en las iglesias. Catolicismo y fútbol: las religiones cambian, la fe permanece.

A pesar del descalabro de los del Mestalla, muchos valencianistas fantasean ya con una victoria en la próxima Champions League. Hay que aferrase a algo para no enloquecer. La fe inquebrantable en un sueño, el que sea, es cloroformo bendito que amortigua la realidad. Sin fe, por ejemplo, Rita sería Rita y Zaplana, Zaplana. Como para pegarse un tiro.

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