Tribuna:MONEDA AL AIRE

El goleador sigiloso

Quien quiera entender a Gaizka Mendieta debe mirarle al menos dos veces. Si un observador superficial cae en la tentación de despacharle en cinco minutos y analizarle por elementos, llegará a un pobre y desalentador diagnóstico: no es ni muy alto, ni muy fuerte, ni muy hábil ni muy rápido. Con su tímido aire de ninot y su replegada figura de escribano está más cerca de un oficinista que de un atleta.Una segunda mirada, la mirada panorámica sólo posible desde la soledad del graderío, permite descubrir algunos de los secretos de este deportista que se disfraza de hermano menor. En él se da un co...

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Quien quiera entender a Gaizka Mendieta debe mirarle al menos dos veces. Si un observador superficial cae en la tentación de despacharle en cinco minutos y analizarle por elementos, llegará a un pobre y desalentador diagnóstico: no es ni muy alto, ni muy fuerte, ni muy hábil ni muy rápido. Con su tímido aire de ninot y su replegada figura de escribano está más cerca de un oficinista que de un atleta.Una segunda mirada, la mirada panorámica sólo posible desde la soledad del graderío, permite descubrir algunos de los secretos de este deportista que se disfraza de hermano menor. En él se da un conocido efecto artístico que puede enunciarse así: varias partes insignificantes pueden ensamblarse en un todo especial. Su estilo es la unión de los colores primarios, una acabada visión del esplendor del conjunto.

En la distancia larga, Gaizka Mendieta es una figura enigmática que siempre llega por sorpresa a las troneras del área. Precedido por el chasquido breve de algún toque, quizá por un gesto de complicidad, aparece sin previo aviso en el lugar donde se guardan los desenlaces. Mientras la hinchada grita desde todos los ángulos del gallinero, él actúa bajo la inspiración de una serenidad misteriosa: con la suavidad y el ritmo de todos los seres deslizantes alarga progresivamente la zancada en la apertura de la maniobra, mueve los codos con una extraña exactitud, como si tuviera el apoyo de un doble pasamanos, y en vez de mostrarse como un ser angustiado que busca su lugar en el hormiguero consigue integrar su propia respiración en la brisa del estadio. No se sabe si es frío o caliente; sólo podemos confirmar que nunca llega tarde a la cita y que se mueve por la superficie de la cancha con el sigilo de un velero.

Fuera del estadio también tiene el aura de los chicos reservados. Como su juego, su conversación es casi imperceptible; contesta preferiblemente con monosílabos, reduce sus expresiones de euforia a algún guiño de aprobación, y se limita a volver la mirada para ocultar las decepciones. Con ese afán de pasar inadvertido emplea algunos trucos acreditados en la naturaleza: así, por ejemplo, utiliza una melena rubia, tenue como un visillo, para descomponer sus facciones tal como el tigre se oculta a la sombra de sus propias rayas.

El caso es que Gaizka alcanza su verdadero tamaño cuando irrumpe, cuando aparece, cuando invade, cuando ejecuta. Entonces se aprecia en él un tacto exquisito para tratar la pelota y una sagacidad extrema para interpretar los matices del juego. Sus poderes están en su facilidad para la simplificación. Tiene una virtud demoledora; es capaz de transformar un problema en una ventaja y, a los ojos del enemigo, de convertir una ventaja en un problema.

Aunque ignoramos en que relojería encarga los goles, sabemos que frecuenta el material de precisión y que fue en el Camp Nou donde ofreció un ejemplo de la limpia geometría de su juego. Venía de firmar una prodigiosa volea desde el portalón del área en alguno de los partidos de la brillante serie ante el Barça. Esta vez, sin embargo, había que reafirmar la ventaja del 4-1 y clausurar en un solo disparo toda la pasión culé. Intuyó el centro de Piojo, entró por la diagonal y logró sintetizar el control, el recorte y la posición de apunten en un suave gesto de frenada. Por un momento pareció que perdía el equilibrio, pero fue Cocu quien cayó partido en dos mitades.

Entonces metió la izquierda, tac, como un relámpago, y enhebró la pelota en el pararrayos de la Torre Eiffel.

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