Tribuna:LA CRÓNICA

En la autovía SERGI PÀMIES

Se llama Comarcal-246 pero, en este tramo, todos la llaman autovía de Castelldefels. La llaman autovía de Castelldefels pero, en realidad, empieza en El Prat, roza Viladecans, cruza Gavà y desemboca en Castelldefels. Se la llama autovía porque probablemente lo sea, pero en realidad es una peligrosísima autopista en la que los vehículos alcanzan velocidades supersónicas sin tener en cuenta que no ha sido diseñada para circular con tanta prisa. Quizá por eso, a veces un ramo de flores recuerda un accidente mortal que hubiera podido evitarse y la presencia de alguien que, para dejar las flores al...

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Se llama Comarcal-246 pero, en este tramo, todos la llaman autovía de Castelldefels. La llaman autovía de Castelldefels pero, en realidad, empieza en El Prat, roza Viladecans, cruza Gavà y desemboca en Castelldefels. Se la llama autovía porque probablemente lo sea, pero en realidad es una peligrosísima autopista en la que los vehículos alcanzan velocidades supersónicas sin tener en cuenta que no ha sido diseñada para circular con tanta prisa. Quizá por eso, a veces un ramo de flores recuerda un accidente mortal que hubiera podido evitarse y la presencia de alguien que, para dejar las flores allí, ha tenido que jugarse la vida.Los aledaños de la autovía están ocupados por negocios que sería ruinoso mantener en la capital y que aquí pueden sobrevivir sin demasiados lujos. En dirección sur, podría decirse que la autovía propiamente dicha empieza después del desvío hacia el aeropuerto, con una gasolinera con servicio de lavado de coches y una oferta que suena a anuncio de relax: "Por un lavado, gratis un ambientador". Justo al lado, el primero de una serie de campings dedicados a autocaravanas, un ejército de casas ambulantes que esperan a que llegue el verano para entregarse al desenfreno del nomadismo. Escuelas de tenis y circuitos de karting completan una tierra de nadie que tiene el encanto de carecer de glamour y en la que conviven especies vegetales castigadas por una espesa capa de olvido. El estanque de La Murtra, la discoteca Silvis, las obras de un puente, una pizzería que, en lugar de anunciar sus productos, presume de su condición de "local climatizado", accesos a apartamentos que en otros tiempos tuvieron pero que ya no retienen, pinedas en las que, en los fines de semana, se instalan mesas plegables y bocadillos devorados por niños que levantan la cabeza para contemplar el vuelo rasante de los aviones, ballenas voladoras casi tan grandes como las primeras moscas de la temporada, gravilla, un restaurante armenio de nombre vasco y un letrero en el que pone "abierto". Siento curiosidad. Me detengo. No veo a nadie. Vuelvo hacia el coche. Por la ventana de un apartamento, un hombre fuma. Lleva la camisa abierta sobre un pecho peludo, tatuado y enmarcado por una cadena. Es una mezcla de Pancho Céspedes y Winston Bogarde. Unos metros más allá, un grupo de mujeres con ropas llamativas espera ante la puerta de un hotel al que los vecinos acusan de ser un prostíbulo y que podría albergar la próxima película de Tarantino. Hace un rato, en otro punto de la autovía, el conductor de una furgoneta se detenía ante otra mujer, parlamentaba con ella, le abría la puerta y se la llevaba, me temo que no lo bastante lejos. Más allá, un nudo de asfalto y montaña desemboca en el acceso a los túneles que tanto han cambiado esta zona.

Cerca de aquí se suicidó George Sanders, recuerdo. ¿Habrá una placa conmemorativa? Sanders nació en San Petersburgo y falleció en Castelldefels. Qué lugares más extraños para nacer y morir siendo, como era él, un inglés. Cuentan que se tragó cinco tubos de somníferos y que dejó una nota en la que decía: "Os dejo porque me aburro".

Para matar el aburrimiento, me desvío y, siguiendo una defectuosa señalización, regreso a Barcelona. Aminoro la marcha ante la pizzería La Pava, local mítico de cuando a los bares que abrían temprano no se les llamaba after-hours, sino simplemente bares abiertos. Además del restaurante, destaca su tenderete de comidas para llevarse y un quiosco con todo lo que un humano desconcertado puede necesitar: periódicos, revistas, gafas para bucear, chuches y refrescos. Más campings. Una farmacia. Una tienda de productos de bricolaje. Un motorista de la Guardia Civil que incumple los límites de velocidad. Cerca de la entrada al camping La Ballena Alegre (el optimismo animal de la zona resulta contagioso), otra gasolinera que incluye un extraño artilugio: una máquina expendedora de bombonas de butano. Otra mujer con falda demasiado corta o muslos demasiado gruesos. Promociones de vivienda, banderas roñosas ondeando al viento de la dejadez, una gran superficie dedicada a los fuerabordas y Barcelona que, lo noto, se va acercando. Desaparecen los carteles artesanales y las pintadas del tipo "Bar El Rancho, El hogar del transportista", para dejar paso al prepotente gigantismo de la arquitectura industrial y de las vallas publicitarias de telefonía móvil. ¿Qué hubiera opinado George Sanders de todo esto?

Marcel.li Saenz Martinez
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