Desaprensión

J. M. CABALLERO BONALD

La rúbrica de Picasso estampada en la carrocería de un coche, avalando un nuevo modelo recién salido al mercado, no es asunto que deba minusvalorarse. A mí al menos me produce no ya cierta incomodidad sino un rechazo automático. Hay algo en todo eso que rechina, que suena directamente a lo que es: a trapicheo de comerciantes y tejemaneje de codiciosos.

He visto en televisión, además, un spot publicitario donde un robot pintarrajea sin orden ni concierto la impoluta superficie de un coche hasta que ve venir a un celador; borra entonces apresuradamente los ga...

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J. M. CABALLERO BONALD

La rúbrica de Picasso estampada en la carrocería de un coche, avalando un nuevo modelo recién salido al mercado, no es asunto que deba minusvalorarse. A mí al menos me produce no ya cierta incomodidad sino un rechazo automático. Hay algo en todo eso que rechina, que suena directamente a lo que es: a trapicheo de comerciantes y tejemaneje de codiciosos.

He visto en televisión, además, un spot publicitario donde un robot pintarrajea sin orden ni concierto la impoluta superficie de un coche hasta que ve venir a un celador; borra entonces apresuradamente los garabatos y dibuja en la aleta ya limpia la firma de Picasso. Todo una grotesca argumentación que viene a asociarse a esa otra divulgada inconveniencia contractual.

El hombre que absorbió todos los ingredientes universales de la historia del arte dentro de su propia avidez artística, aquel que desmontó y restituyó con nuevos aparejos estéticos el orden sustancial de la pintura, acaba de convertirse, gracias a no sé qué desaprensivos pactos, en una marca comercial. La iniciativa ofende de muchos modos la memoria de alguien que, como Picasso, nos hizo a todos un poco menos ignorantes, un poco menos inocentes.

Me imagino que las condiciones de esa autorización por parte de los herederos del pintor habrán sido lo suficientemente sustanciosas como para acceder a semejante falta de recato. Con lo cual se llega al controvertido asunto de los derechos morales, cuya protección correspondería en puridad a los herederos de un artista o un literato eminente. ¿Hasta dónde puede llegar, en buena ley, el control de esos herederos, no por supuesto en lo que se refiere a la administración de los beneficios que genere normalmente su obra, que eso es indiscutible, sino a propósito de las manipulaciones y abusos que puedan perpetrar contra su figura?

Recuerdo que cuando yo empecé a disponer más o menos discretamente del uso de razón, el hecho de que mi familia hubiese decidido utilizar el apellido materno como nombre de unos fármacos me pareció sin más una desconsideración. No se trata de ninguna petulancia, sino de un modesto punto de referencia para calcular mejor lo que digo. Una vez multiplicada interminablemente tan flagrante minucia autobiográfica, qué voy a pensar de un menosprecio que atañe no ya a un jovenzuelo redicho sino a uno de los genios de las artes plásticas que en el mundo han sido.

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Ignoro si las entidades malagueñas relacionadas con la vida y la obra de Picasso se han pronunciado de algún modo en este sentido. Me imagino que sí, aunque no lo sé. Porque ese modelo de coche bautizado con el nombre del pintor y promocionado en la misma ciudad donde naciera, viene a ser como el vehículo causante de un atropello que, sin contar con otras expresas eventualidades, afecta a quienes se permiten negociar con el prestigio de ese nombre y a quienes lo utilizan sin la menor intervención del respeto.

Qué maltrato póstumo el de esos artistas, sea cual sea su índole, a quienes los herederos pueden someter impunemente a las más interesadas zafiedades.

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