Tribuna:

Jimmy

Dicen que los hombres -y las mujeres, ¡cómo olvidarlas!- que ofrecen recio y original carácter son gente representativa, lo que significa una contradicción, pues si los tenemos por ejemplares y extraordinarios mal pueden reflejar la mostrenca vulgaridad mayoritaria. Se trata de los arquetipos que encabezan cualquier muestrario humano: Petronio, lord Brummel, el duque de Osuna, la Chelito, Landrú, Arancha Sánchez Vicario, Manolete o Rivaldo. De lejos o de cerca hemos conocido personajes de calidad y extravagancia.En el mundo madrileño de otra época -ya podemos decir, con propiedad, del siglo pa...

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Dicen que los hombres -y las mujeres, ¡cómo olvidarlas!- que ofrecen recio y original carácter son gente representativa, lo que significa una contradicción, pues si los tenemos por ejemplares y extraordinarios mal pueden reflejar la mostrenca vulgaridad mayoritaria. Se trata de los arquetipos que encabezan cualquier muestrario humano: Petronio, lord Brummel, el duque de Osuna, la Chelito, Landrú, Arancha Sánchez Vicario, Manolete o Rivaldo. De lejos o de cerca hemos conocido personajes de calidad y extravagancia.En el mundo madrileño de otra época -ya podemos decir, con propiedad, del siglo pasado- hubo tipos curiosos que hacían cosas fuera de serie y eran gente popular, en el entrañable sentido de la palabra, estimada y querida por el pueblo, supongo que por serle físicamente próxima. Sencillamente, no van al café, no pasean el Prado, no asisten con regularidad a los estrenos teatrales, las corridas de toros, ni siquiera a esos partidos del siglo que tienen lugar una o dos veces por temporada. Están en sus casas, se visitan y coinciden en los programas de televisión donde son invitados según tarifa.

Suelo, cada día, buscando itinerarios llanos, callejear por este dilatado barrio de Chamberí, bajo las engarabitadas ramas de los plátanos y las acacias, zigzagueando entre las vías que desembocan en la Castellana.

Al pasar junto al número7 de la calle de Zurbano, en la acera del matutino sol invernal, tengo un recuerdo para cierta persona -ya desaparecida- que entraba en el elenco que mencionamos. En el ocaso de la vida le había vuelto conservador la herencia familiar, vagamente esperada, y el favor exigente y bien remunerado de los jeques que le tenían, en Marbella, como canciller de sus asuntos privados.

Hablo de Jaime de Mora y Aragón, hijo de los marqueses de Casa Riera y condes de Mora, antepenúltimo de siete hermanos, la siguiente ha sido reina de los belgas -no Reina de Bélgica, como dice la placa conmemorativa, con el sólito desprecio madrileño hacia los protocolos.

El lugar sigue siendo un amplio palacio donde ha sentado los reales una dependencia del Ministerio de Fomento y allí nació don Jaime, pasó la adolescencia y la primera juventud, cuyo vivo talante casaba mal con el ceremonioso y severo del progenitor quien, tras confinarle en varios reformatorios y colegios estrictos, le había echado de casa, algo que muchos padres actuales no se pueden permitir.

Jaime -Jimmy para familiares, amigos y asiduos de la vida nocturna- volvió al hogar, al conocer la noticia del fallecimiento del cabeza de familia. Recibido con profundo y justificado recelo, solicitó, gravemente, que le permitieran quedarse solo con el difunto, para rezarle y pedirle perdón, a lo que accedió la conmovida familia.

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En la calle o en el jardín, al que daba la capilla ardiente, esperaba un compinche, que fue recibiendo los candelabros, objetos de plata y cuadros que el huérfano le iba pasando. El vivo, al bollo.

Es un episodio poco conocido que no empaña la general simpatía y afecto que despertaba aquel espécimen de la sociedad. Sin estudios de solfeo, se ganó la vida tocando el piano en boîtes y cabarets; era un artista manejando el látigo, intervino en muchas películas, gerenció establecimientos de éxito e hizo todo lo posible para aparentar que vivía sin trabajar, lo cual no era, en absoluto, cierto.

Creo -no tengo confirmación, pero sí fundadas sospechas- que la madre le distinguió en el testamento, legándole, incluso, el palacio de la calle de Zurbano, sobre el que no se puede edificar un palmo más. Jaime de Mora ha sido uno de los últimos personajes excepcionales, que tuvo la simpatía general, desde el gremio del taxi, en el que trabajó un tiempo, hasta el de los farmacéuticos, en cuyos despachos dejaba a deber grandes sumas que, cuando venían buenas, amortizaba religiosamente.

No le afectaron los condicionamientos generales, era generoso hasta el despilfarro, fue engañado por la mayoría de los socios que tuvo, conservó la fidelidad hacia la segunda esposa y ostentaba, con negligente elegancia, un puesto relevante entre los contemporáneos.

Hoy no le encuentro pares, porque no me encaja en el mundo triunfante y viscoso del pelotazo o las stock options, quién las pillara.

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