Tribuna:

LA CRÓNICA La vida en fascículos XAVIER MORET

Tengo un amigo que siempre ha soñado con quedarse encerrado en unos grandes almacenes. Se hartaría de dormir en la sección de colchones, bajaría a reponer energías al supermercado, renovaría su vestuario en la sección de ropa, pasaría unas horas mirando la tele en el mejor televisor posible, se apoltronaría en un sillón con unos cuantos libros, escucharía la última música y se daría un garbeo por todas las secciones en busca de sorpresas que le ayudaran a completar su personalidad consumista. "Si pudiera vivir en unos grandes almacenes te juro que sería feliz", asegura. "No necesitaría salir a...

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Tengo un amigo que siempre ha soñado con quedarse encerrado en unos grandes almacenes. Se hartaría de dormir en la sección de colchones, bajaría a reponer energías al supermercado, renovaría su vestuario en la sección de ropa, pasaría unas horas mirando la tele en el mejor televisor posible, se apoltronaría en un sillón con unos cuantos libros, escucharía la última música y se daría un garbeo por todas las secciones en busca de sorpresas que le ayudaran a completar su personalidad consumista. "Si pudiera vivir en unos grandes almacenes te juro que sería feliz", asegura. "No necesitaría salir a la calle para nada".Quizá tiene razón mi amigo, pero de momento no se lo están poniendo fácil. Las medidas de seguridad son cada vez más rígidas y no creo que los guardias de seguridad que le toleraran ni una inocente cabezadita en un sofá. Sin embargo, a mi amigo le queda una salida: vivir en un quiosco. No tienen escaleras mecánicas ni secciones, es cierto, pero en ellos se encuentran cada vez más cosas, hasta el extremo de que se están convirtiendo en una especie de grandes almacenes de bolsillo en los que es posible desarrollar una feliz vida en fascículos.

El otro día, bajando por La Rambla, hice una inspección de los atiborrados quioscos con el pensamiento puesto en mi amigo. Si uno consigue no tropezar con los centenares de fascículos expuestos en primera línea del quiosco, podrá llevar a cabo un minucioso examen del mismo y congratularse de las grandes posibilidades que ofrece un espacio tan reducido. Todo es mejorable, por supuesto, pero las existencias actuales son un buen punto de partida.

Mi primera mirada quiosquera se detuvo en una triple oferta de fascículos: cine de terror, egiptomanía y punto de cruz. No está mal para empezar. Lo malo es que, para poder ser totalmente autónomo, el primer fascículo debería ofrecer piezas de televisor para poder ir montándolo pieza a pieza. La primera semana, la pantalla; la segunda, el mando a distancia; la tercera, unas dosis de telebasura... y así hasta terminar con la estatuilla de la Virgen de Lourdes, luminosa por supuesto, que coronaría el altar de nuestras miradas cotidianas.

Lo del punto de cruz no está mal, y más si tenemos en cuenta que te adjuntan un kit completo. O sea: el punto y la cruz, con lo que puedes ir tirando mientras te preguntas qué has hecho tú para merecer eso. En cuanto a la egiptomanía, suena a hobby interesante, pero se echa en falta alguna piedra autentificada de las pirámides. O, mejor aún, una serie de piedras numeradas que permitan al comprador construirse, como si fuera un Keops cualquiera, una pirámide en el jardín. Con unos cuantos camellos para amenizar, por supuesto, y algunas toneladas de arena.

Más propuestas: se encuentran también en el quiosco fascículos de muñecas (¿para cuándo el muñeco diabólico que las mate a todas en serie?), de minerales y de postres. No sería mala idea que los fascículos de minerales, en aras de la veracidad, regalaran una mina desmontable, unas vagonetas y un casco de minero, y los de postres deberían incluir una de esas tartas con las que de vez en cuando un joven alternativo le maquilla la cara a Bill Gates o al político de turno.

En el apartado detectivesco, destacan en el quiosco los libros de Carvalho y los videos de Agatha Christie. Una buena oferta para pasar un rato entretenido, aunque, puestos en plan perfeccionista, no estaría mal proporcionar alguna víctima que, dado el considerable espacio que ocupa, podría ofrecerse en cómodas piezas. Esta semana un brazo, luego un hígado, después un cráneo... En fin, todo lo suficientemente ameno como para jugar a detectives con una buena base.

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Más fascículos: también los hay de naipes (deberían incluir un puñado de dólares y una pistola), de aprendizaje de alemán (¿dónde está la alemana o el alemán de Lloret para practicar?) y de perfumes. Estos últimos regalan muestras de distintas marcas, pero quizá podrían optar por una línea alternativa que regalara perfumes inconfundiblemente urbanos: humo de tubo de escape, pestazo a colza de bar de fritanga, efluvios de cloaca, el entrañable olor a col hervida de una portería del Eixample...

Una ojeada perspicaz nos permite descubrir, entre bufandas del Barça y abundante material porno, fascículos de música de distinto tipo: sacra, celta y rock. Una buena oferta, aunque también en este caso podría mejorarse. ¿Cómo no se les ha ocurrido a las mentes preclaras del nunca suficientemente alabado departamento de mercadotecnia incluir en los fascículos un órgano desmontable (o una catedral, si se quiere ir a por nota), una gaita con la que provocar al vecindario o, en el caso del rock, unos miles de decibelios y tres o cuatro fans histéricos?

Todas esas ideas, concebidas a mayor gloria de los vendedores de fascículos, las comentaba el otro día con mi amigo, el devoto de los grandes almacenes, que acabó admitiendo que los quioscos se están convirtiendo en una buena alternativa a eso que llamamos vida. Y es que, poco a poco, el quiosco se está llenando de los fascículos más impensables. A este paso, no tardará en aparecer el dormitorio a piezas, la casa ladrillo a ladrillo o la familia feliz en fascículos. Al tiempo. Y hasta es posible que algún día aparezcan periódicos en fascículos. Y es que, de seguir así, lo que no venga en fascículos será como si no existiera.

Jose Maria Tejederas Chacon

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