Tribuna:

El caso de la B-30 FRANCESC DE CARRERAS

Los que circulamos casi a diario por la autopista que discurre por el Vallès, desde el tramo que comienza después de Martorell hasta pasado Mollet, experimentamos el lunes de esta semana una extraña, relajante, agradabilísima sensación: exactamente pasamos a disfrutar los efectos de la supresión de un injustificable y disfuncional peaje.La B-30, que es la denominación de este tramo, era un caso especial y único entre las autopistas catalanas: suponía pagar un peaje para poder circular por la calle Mayor de una nueva ciudad en construcción formada por el antiguo municipio de Barcelona y por la ...

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Los que circulamos casi a diario por la autopista que discurre por el Vallès, desde el tramo que comienza después de Martorell hasta pasado Mollet, experimentamos el lunes de esta semana una extraña, relajante, agradabilísima sensación: exactamente pasamos a disfrutar los efectos de la supresión de un injustificable y disfuncional peaje.La B-30, que es la denominación de este tramo, era un caso especial y único entre las autopistas catalanas: suponía pagar un peaje para poder circular por la calle Mayor de una nueva ciudad en construcción formada por el antiguo municipio de Barcelona y por la nueva zona metropolitana que, a partir de lo que eran pequeños núcleos urbanos hace 50 años, se está construyendo tras la sierra de Collserola. Este nuevo Eixample tiene su eje vertebrador, su paseo de Gràcia, en la hasta ahora autopista de peaje B-30.

¿Por qué los habituales transeúntes experimentamos esta extraña, relajante y agradable sensación? Porque sabíamos lo que era, diariamente, el acceso y el paso por esta autopista, sabíamos de sus agobiantes colas, de la congestión que provocaba en los accesos, de la tensión que ello provocaba en las horas punta. También sabíamos de la rabia que provocaba que las administraciones no se preocuparan del problema y de la irritación que producía el ver cómo el tramo central de peaje era utilizado por unos pocos, discurriendo lenta y apretadamente la mayoría por unos laterales atestados de coches. Y también, en las muchas horas que hemos pasado parados, dentro del coche, a veces con música agradable o un buen programa de radio, hemos podido meditar sobre la disfuncionalidad puramente económica que ello producía: el gasto de gasolina inútil, el tiempo y la salud perdidos por los conductores.

Sin embargo, desde los tiempos del ministro Gonzalo Fernández de la Mora, un franquista ideólogo de las dictaduras tecnocráticas, lo que era una petición popular clamorosa y una irracionalidad económica obvia no era atendida por unos poderes públicos que deben procurar el interés general por encima de los particulares. No debe olvidarse que tras ese peaje había -y sigue habiendo- un buen negocio: ACESA, la concesionaria de la autopista, ha cifrado en 4.000 millones de pesetas sus ganancias anuales que, a partir de ahora, le seguirá pagando el Ministerio de Fomento. Los responsables políticos de haber prorrogado la concesión deberían explicar las razones de esta prórroga y su justificación desde el punto de vista de los intereses públicos. En caso de no convencer, deberíamos pensar que, o bien la política de autopistas ha sido errónea o bien se han favorecido intereses privados, lo cual es todavía más injustificable, y estos 4.000 millones anuales se pagarán a partir de ahora por la irresponsabilidad de los que adoptaron la decisión de prorrogar la concesión.

No olvidemos, por otra parte, que el principal accionista de ACESA es La Caixa, la entidad financiera más importante de Cataluña que, ayer precisamente, declaró unos beneficios en el año 1999 de 120.800 millones de pesetas por sus participaciones empresariales, el 9,6% más que el año anterior. Está bien, en una economía de mercado, hacer beneficios. No lo está que éstos se hagan en perjuicio del derecho de circular de los ciudadanos por la vía pública y, como hemos visto, en detrimento de la economía general del país. En todo caso, los responsables de velar por los intereses públicos no son las empresas privadas sino los poderes públicos.

De este complejo y significativo caso de la B-30 deben sacarse tres conclusiones. Primera, la iniciativa de poner en cuestión la política de autopistas en Cataluña no ha partido de los poderes públicos competentes ni de los partidos políticos sino de la sociedad civil: los ciudadanos y empresas afectadas que han alertado a la opinión pública sobre la irracionalidad de tal política. En este aspecto, el trabajo técnico del Consorcio Xarxa Viària -formado por algunos de los ayuntamientos afectados- ha sido decisivo y ejemplar. Conclusión: en una democracia, el ciudadano raso, el ciudadano de a pie, tiene importantes poderes si sabe actuar con seriedad, constancia e inteligencia.

Segunda, las Administraciones Públicas, en un sistema federal como el nuestro, deben actuar coordinadamente. Si sobre las vías de comunicación tienen competencia el Estado, la Generalitat y los municipios, los tres poderes -sin reticencias ni recelos- deben planificar sus actuaciones conjuntamente y sólo de esta manera actuarán de forma adecuada a los intereses generales. Esta necesidad de coordinación deriva de la naturaleza federal de nuestro Estado de las autonomías, y el no tener en cuenta, por razones ideológicas, dicha naturaleza causa serios perjuicios al ciudadano. Hacer verdadera política es suprimir el peaje de la B-30, no centrar esfuerzos en tener selecciones deportivas nacionales, por supuesto de la nacionalidad que sean.

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Tercera, este paseo de Gràcia de la nueva Barcelona no conseguirá plenamente su objetivo vertebrador sin una planificación conjunta de la red urbana que deben llevar a cabo los poderes públicos afectados, especialmente los municipios colindantes y la Generalitat. La supresión de la Corporación Metropolitana hace quince años fue un grave error que se está pagando caro. El cese de Solans como director general de Urbanismo de la Generalitat parece indicar que las cosas, en lugar de mejorar, empeoran.

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