Tribuna:

Las sociedades comprensivas y el Tour de Francia

Tradicionalmente, el análisis político y económico de las desigualdades sociales se ha centrado en las diferencias entre las dotaciones individuales de recursos al comienzo de la carrera social y entre los recursos adquiridos durante la misma. La igualdad de oportunidades refleja simplemente la voluntad política de que las desigualdades en origen no predeterminen el resultado de la carrera; las políticas del Estado de bienestar responden al propósito de que las diferencias de capacidades individuales no empujen a los perdedores a la exclusión social. Está implícito en todo ello que la carrera ...

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Tradicionalmente, el análisis político y económico de las desigualdades sociales se ha centrado en las diferencias entre las dotaciones individuales de recursos al comienzo de la carrera social y entre los recursos adquiridos durante la misma. La igualdad de oportunidades refleja simplemente la voluntad política de que las desigualdades en origen no predeterminen el resultado de la carrera; las políticas del Estado de bienestar responden al propósito de que las diferencias de capacidades individuales no empujen a los perdedores a la exclusión social. Está implícito en todo ello que la carrera social es una suerte de competición en la que algunos están condenados a perder. Las sociedades de bienestar, tal y como las conocemos, producen finalmente muchos empates y pocas derrotas irremediables. Por eso, el debate relevante sobre su supervivencia se fija en el crecimiento económico, que la nutre, y la cuantía precisa de redistribución de renta.Sin embargo, la constatación de que la prosperidad no contribuye a corregir las desigualdades entre individuos invita a echar un vistazo a la naturaleza de la competición social de nuestros días. Mi conjetura es que tiende a asemejarse a lo que algunos economistas han denominado mercados de ganador único. Como, tradicionalmente, en el arte, deporte o algunos servicios profesionales, en este tipo de mercados sólo cabe un ganador y, sobre todo, el premio otorgado a éste por la sociedad en forma de reconocimiento y retribuciones es infinitamente superior a los disfrutados por los perdedores; la diferencia entre ambos premios no es proporcional a las existentes entre las capacidades y aportaciones de unos y otros. Sucede simplemente que en los mercados de ganador único, la lógica lleva a subrayar la excelencia del primero multiplicando las desigualdades con respecto a los perdedores. Las sociedades de ganador único generan, así, pocos ganadores y muchos perdedores.

El mejor ejemplo de los mercados de ganador único es la competición ciclista. El ganador y el farolillo rojo del Tour de Francia recorren finalmente la misma distancia en tiempos totales que no difieren en más de un 2%. Sin embargo, las desigualdades en remuneración y reconocimiento exceden en mucho ese porcentaje, de suerte que es habitual que el farolillo rojo opte por la retirada de la competición, simplemente porque la remuneración obtenida no compensa el escarnio social y el esfuerzo desplegado para seguir vivo.

Algunos fenómenos de nuestros días, como el ensanchamiento de los abanicos retributivos en el seno de las empresas, derivado de la aplicación de fórmulas que benefician a directivos y consejeros y que coexisten con empleos precarios mal remunerados en los escalones inferiores, como la aparición de nuevas bolsas de pobreza en periodo de prosperidad económica, o como la concentración de poder económico, apuntan en la dirección sugerida: pocos ganadores, muchos perdedores. Naturalmente, las sociedades de ganador único no son sociedades de oportunidades; la probabilidad de que un individuo medio consiga colocarse en el cajón de los ganadores es estadísticamente irrelevante.

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Se ha querido explicar la existencia de mercados de ganador único sobre la base de hipótesis diversas. Así, de manera insospechada, las sociedades avanzadas deciden convertir un mercado tradicional en uno de ganador único cuando proceden a convocar excelencias; entonces, la naturaleza de las cosas lleva a que el juego concluya en la personalización del ganador. Que ello suceda con la belleza, la oferta de muchos bienes y servicios, o con el pensamiento, y no con las religiones, el tamaño de las vísceras o la calidad de algunos servicios públicos es una cuestión de difícil discernimiento. También, la conversación social sobre referencias comerciales, ideológicas o institucionales se ve facilitada si existe una aglomeración suficiente de las mismas, es decir, si hay pocos ganadores. Finalmente, la lógica del ganador único conduce a que la victoria sea disfrutada por quien cuenta con alguna ventaja, escasa aunque crucial, sobre los perdedores. Éstos comprueban al final del Tour que el líder ha ganado simplemente porque ha sido capaz de recorrer muchos centenares de kilómetros en 15 o 20 segundos menos. Cuanto más intensa es la competición, menores son las diferencias entre los participantes y mayores las desigualdades resultantes de la misma.

La reflexión sobre las sociedades de ganador único no puede concluir, claro está, en una propuesta de supresión del Tour de Francia. Más bien, lo apuntado sugiere la necesidad de contar con una sociedad que comprenda a ganadores y perdedores; donde la participación de aquellos que saben de antemano que van a perder la carrera sea un mérito con la correspondiente recompensa social; donde el olor agrio de la derrota no produzca sospecha. Sólo así disfrutaremos de los beneficios de la competición: en las sociedades comprensivas.

Alberto Lafuente Félez es catedrático de la Universidad de Zaragoza.

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