MUERE LA CONDESA DE BARCELONA

Una aficionada en el palco real

Doña María de las Mercedes, aficionada a los toros, era asidua espectadora en el palco real de la madrileña plaza de Las Ventas. Tan asidua, que muchas veces el público ni siquiera se enteraba de que estaba allí, acompañada de su séquito. Sólo cuando algún torero le brindaba un toro, lo que solía suceder; o cuando alguien se volvía a pedir una cerveza, se apercibía de su presencia, y daba el parte: "¡Anda, si está ahí la Madre!".Acudía también a los toros durante la Feria de Sevilla y, al llegar, la banda del maestro Tejera le tocaba el Himno nacional, con todo el público puesto en pie, para a...

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Doña María de las Mercedes, aficionada a los toros, era asidua espectadora en el palco real de la madrileña plaza de Las Ventas. Tan asidua, que muchas veces el público ni siquiera se enteraba de que estaba allí, acompañada de su séquito. Sólo cuando algún torero le brindaba un toro, lo que solía suceder; o cuando alguien se volvía a pedir una cerveza, se apercibía de su presencia, y daba el parte: "¡Anda, si está ahí la Madre!".Acudía también a los toros durante la Feria de Sevilla y, al llegar, la banda del maestro Tejera le tocaba el Himno nacional, con todo el público puesto en pie, para acabar dedicándola una gran ovación. Iba a varias corridas -no a todas-, sobre todo cuando toreaba Curro Romero, que, en lo taurino, constituía su pasión.

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La madre del Rey denotaba en el currismo su talante de aficionada buena. Los curristas son aficionados auténticos -puros les llaman- porque llevan en su fervor la incertidumbre del sino fatal, la pirueta dramática de la apoteosis y el fracaso, de la vida y la muerte, de la magia inaprensible propia de la fiesta.

Últimamente, doña María de las Mercedes, inválida y seguramente enferma, respondía a los brindis y a los aplausos con una sonrisa y un leve mohín. Pero conoció tiempos mejores y los aficionados la recordaban llegando al palco con la prestancia propia de su rango y un alegre casticismo que no podía ocultar.

Las fantasías volaban y muchos querían entroncar a doña María de las Mercedes con la popular infanta Isabel, también aficionada a los toros, que el pueblo de Madrid llamaba La Chata. Ecos cálidos del poema genial de Rafael Duyos -"La Chata en los toros"- les venían entonces a los aficionados veteranos: "Deprisa, que no llegamos, / dame la mantilla blanca...", y seguro que fabulaban en doña María de las Mercedes una Reina Madre igual, suspendiendo las notas de una sonata que se oía lánguida en el palacio de Quintana, apresurándose con su dama para tomar la carroza que la conduciría a la plaza de toros, saludando de llegada a Arbós y al duque de Veragua, entrando solemne en el palco con la ilusión puesta en la actuación de Vicente Pastor (le llamaban El Soldado Romano), pues -transcribía Duyos- "reconocerás, mi dama, que es hoy quien manda en España... Se entiende: después del Rey".

En Las Ventas, a doña María de las Mercedes no le tocaban el Himno ni nada. Iba tanto que se hubiera acabado confundiendo con el pasodoble del paseíllo. Y se hacía, sobre todo, en reconocimiento y honor a su condición de aficionada, que iba lo mismo si había cartel de figuras o de novilleros principiantes. Allá en el palco regio, callada y atenta, sencilla y sin protocolo, presenciaba el discurrir de la función. No se sabe si le llegaba el afecto cálido del pueblo, aunque seguro que sí. Porque los aficionados a los toros tenían por ella un sentir entrañable, un cariño que trascendía los significados de la realeza. Si no hubiese acudido a la plaza, la habrían echado de menos. Y eso es lo que va a ocurrir. Alguno se volverá a media corrida, mirará al palco, lo verá vacío y dirá: "¡Anda!, la Madre no ha venido. Qué pena".

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