Tribuna:

LA CRÓNICA Noticias de Django SERGI PÀMIES

Lo dijo el otro día Woody Allen: "Como amante del jazz y modesto ejecutante tengo tres ídolos indiscutibles: el clarinetista Sidney Bechet, el gran Louis Armstrong y Django Reinhardt". Fue como si una versión musical de la magdalena de Proust me estallara en el cerebro. Ocurre que estás leyendo una entrevista con uno de tus cineastas favoritos y, de repente, eres abducido por una frase que te devuelve la banda sonora de tu infancia.En mi caso, todo empezó hace muchos años, con Sidney Bechet. Un disco de mi madre. En la portada, un viejo sonríe entre un sombrero de paja y una camisa oscura. Su ...

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Lo dijo el otro día Woody Allen: "Como amante del jazz y modesto ejecutante tengo tres ídolos indiscutibles: el clarinetista Sidney Bechet, el gran Louis Armstrong y Django Reinhardt". Fue como si una versión musical de la magdalena de Proust me estallara en el cerebro. Ocurre que estás leyendo una entrevista con uno de tus cineastas favoritos y, de repente, eres abducido por una frase que te devuelve la banda sonora de tu infancia.En mi caso, todo empezó hace muchos años, con Sidney Bechet. Un disco de mi madre. En la portada, un viejo sonríe entre un sombrero de paja y una camisa oscura. Su música suena a todas horas. Ni corto ni perezoso, le digo a mi madre: quiero tocar el clarinete. Ella me responde: ni hablar. ¿Por qué?, insisto. Porque a los que tocan el clarinete les sale un hoyuelo en la barbilla y tienen los labios hechos polvo. Yo me lo creo, no sé si porque soy pequeño o porque soy idiota. Para consolarme, me compran una guitarra. Un día, escuchando la radio, suena Nuages. De Django Reinhardt. Amor a primer oído. A partir de aquel día, discos, biografías, cualquier anécdota referida a él. Que si sólo tocaba con dos dedos porque su carromato se incendió y él sufrió terribles quemaduras. Que si cuando le pedían la documentación y no la llevaba le bastaba enseñar la mano quemada para que le indentificaran. Mimbres para una leyenda a medio camino entre la realidad y la ficción. ¿Quién era ese Django que tantos años más tarde sigue fascinando a Woody Allen y a tantos melómanos? Un nómada que, como muchos otros genios de este siglo, nació en Bélgica.

A los ocho años, tocaba el banjo, el violín y la bandurria en una orquesta familiar, rodeado de hermanos, primos y tíos. Así empieza todo. Luego, los hay que añaden más detalles. Sobre el incendio, por ejemplo, uno de sus biógrafos (François Billard, Django Reinhardt, un géant sur son nuage) cuenta que una noche de otoño de 1928, al regresar de una actuación, Django entra en el carromato que le sirve de vivienda. Su mujer se despierta. Para iluminarle, enciende una vela. La vela se cae. El fuego prende un ramo de flores artificiales. Las llamas invaden el cubículo. Con una manta, Django intenta sofocarlas. Su mujer sale a pedir ayuda. "¡Django está ahí dentro!", grita. Diagnóstico: quemaduras en la mano y en la pierna. Meses y meses de ingreso hospitalario que aprovecha para practicar con la guitarra, desarrollar una técnica acorde a las circunstancias -las quemaduras le han inmovilizado parte de la mano izquierda- y releer su patrimonio musical -herencia de aires zíngaros, swing, melancolía inteligente y laboratorio de investigación melódico-rítmico-. Al salir del hospital, se codea con los grandes. Orquestas, quintetos y la oportunidad de empezar a fraguar una leyenda en la que el billar, el póquer y la pesca conviven con jam-sessions históricas. En 1936, en lo más alto de su reinado, él y su amigo Grappelli actuan en Barcelona. "Tras el concierto, los sombreros volaban sobre el escenario, como en las corridas de toros", cuenta Grappelli. Luego, si se subvierte la cronología, se le verá tocando con Bechet, con Armstrong e incluso con Duke Ellington, que le monta un concierto en Nueva York ante los mejores críticos y el público más selecto. Pero Django llega tarde y confirma una de esas malas famas que tanto gustan a los mitómanos y tanto hacen sufrir a familiares y amigos. Popular en el escenario, creativo con la guitarra, Django es lacónico y parco, quizá por timidez o por miedo a delatar su falta de cultura convencional. Los hoteles sustituyen a los carromatos, incluso durante la ocupación alemana, cuando seguirá tocando sin preocuparse de quiénes le pagan o le aplauden.

Al llegar la liberación, empieza a perder audiencia. Cambian los tiempos. El jazz se intelectualiza. Reinhardt decide ponerse a pintar. Estilo naïf. Muere en 1953, de una embolia. Su entierro es un acontecimiento. Como lo fueron los de Bechet y Armstrong. Como lo será el de Woody Allen, clarinetista aficionado que, si pudiera filmar su propio sepelio, seguro que incluiría la música de Reinhardt y, probablemente, el personaje de una mujer desesperada abalanzándose sobre el ataúd y gritando: "¡Django está ahí dentro!".

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