Novelas

LUIS MANUEL RUIZ

Almudena Grandes defiende apasionadamente en la entrega de los Premios Literarios de La General la buena salud de esa añosa criatura que es la novela, vacunándola contra los anuncios de los agoreros que quieren matarla, que predican su jubilación o la mandan sin más miramientos del geriátrico al osario. Como despejando una duda teológica, Almudena Grandes dice en Jaén que la novela durará siempre, que debe sobrevivir a las páginas que le prestan cuerpo y a los lenguajes que la vertebran, dice que quienes sostienen lo contrario son milenaristas descarriados y yo me acuer...

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LUIS MANUEL RUIZ

Almudena Grandes defiende apasionadamente en la entrega de los Premios Literarios de La General la buena salud de esa añosa criatura que es la novela, vacunándola contra los anuncios de los agoreros que quieren matarla, que predican su jubilación o la mandan sin más miramientos del geriátrico al osario. Como despejando una duda teológica, Almudena Grandes dice en Jaén que la novela durará siempre, que debe sobrevivir a las páginas que le prestan cuerpo y a los lenguajes que la vertebran, dice que quienes sostienen lo contrario son milenaristas descarriados y yo me acuerdo de aquel acertado dictamen de José Luis Pardo, según el cual el descubrimiento más fecundo de la historia de la filosofía ha sido el de su propio final: la filosofía, dice Pardo, lleva más de doscientos años apagándose y ofreciendo la más maravillosa gama de destellos mientras su luz agoniza. Como una serpiente, como el pájaro de los mitos, la metafísica se alimenta de su propia muerte; de Kant a Heidegger nadie ha dejado de vaticinar la final consunción de las ideas a la vez que se erigían los más fastuosos monumentos del pensamiento que nunca adornaron las bibliotecas.

También la novela lleva muriéndose desde hace tanto que resulta difícil recordarlo. Ya algún francés atónito enunció a finales del pasado siglo que después de Guerra y Paz más valía dedicarse a la encuadernación si es que uno quería seguir produciendo libros, y el callejón se estrechó más con Proust y con Kafka hasta que después de Joyce nadie le reconoció salida. Llevamos cien años de novelas postreras, asfixiadas, novelas póstumas: los cien años más brillantes de esa feria arruinada por la lluvia de la que nadie termina por marcharse. Parece que también aquí el anuncio de un mal terminal sirve para ahorrar esfuerzos al enfermo y hacerle ofrecer lo más granado de sus estertores; esa voz irisada que se supone al cisne poco antes de que enmudezca definitivamente y que en este caso se alarga perpetua, deliciosamente, alejada del frío del ocaso.

No sé si el optimismo puede extenderse hasta el punto de suponer eterna a una tortuga que hasta la fecha parece haber resistido bastante bien los achaques, aun cuando cada vez suban en intensidad y frecuencia. Decir que la novela no morirá nunca es poco menos que decir que la literatura ha tocado techo, que ha alcanzado la cúpula de lo que de ella cabía esperar: seguramente lo mismo que sintió el auditorio deslumbrado de los poemas de Homero o los devotos lectores de Cervantes, de Shakespeare, de tantos. Nadie escribe hoy teatro en verso ni reúne hexámetros para montar una epopeya, por cuanto resulta razonable pensar que dentro de doscientos años las historias puedan vestir indumentarias distintas de las que estamos acostumbrados a conocer. Hace tan sólo un siglo los hombres se maravillaron de que los personajes de los libros tuvieran voz y gesto, y se apropiaran de los rostros de actores famosos para perpetuar sus aventuras. Qué fisonomía mostrarán los libros del futuro es un enigma tan insoluble como el de si seguirán siendo realmente libros: si no se habrán convertido en esos discos plateados y sobrios que se ensucian con tanta facilidad en las esquinas de los escritorios.

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