Tribuna:

Inteligencias

JULIO SEOANE

Cuando las sociedades se encuentran en apuros surge la exigencia de una mayor inteligencia política. Una vez más, el mito de las soluciones racionales ante problemas urgentes y graves. Con las últimas boqueadas del siglo, deberíamos saber que la inteligencia es una herramienta muy ambigua que difícilmente nos puede iluminar milagrosamente.

En los alrededores de la Primera Guerra Mundial, la inteligencia era un instrumento simple y económico para clasificar niños en la escuela y soldados en el ejército. La inteligencia política consistía en ordenar la sociedad, en pon...

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JULIO SEOANE

Cuando las sociedades se encuentran en apuros surge la exigencia de una mayor inteligencia política. Una vez más, el mito de las soluciones racionales ante problemas urgentes y graves. Con las últimas boqueadas del siglo, deberíamos saber que la inteligencia es una herramienta muy ambigua que difícilmente nos puede iluminar milagrosamente.

En los alrededores de la Primera Guerra Mundial, la inteligencia era un instrumento simple y económico para clasificar niños en la escuela y soldados en el ejército. La inteligencia política consistía en ordenar la sociedad, en poner a cada uno en el sitio que le correspondía.

La Segunda Guerra Mundial dividió la inteligencia en dos partes. Para las fuerzas del Eje era una habilidad perversa de las razas degeneradas (muera la inteligencia). Para las fuerzas aliadas, una capacidad para el éxito y la competición social (cómo triunfar en quince días). Por tanto, la inteligencia política de la época era violencia física o violencia social.

En la década de los setenta, la razón se distancia del cociente intelectual y se orienta hacia el bienestar, hacia la calidad de vida. Ser inteligente para vivir bien, para realizarse personalmente. Inteligencia política es entonces sociedad del bienestar.

Pero el bienestar es en gran parte subjetivo y, por tanto, cada uno tiene su propia forma de ser inteligente. En los años ochenta, el espejo de la razón se rompe en múltiples fragmentos y cada uno se refleja en el preferido. El cine, una vez más, se encarga de convencernos. Así, nos enteramos con Amadeus que un memo de risa falsa puede tener una gran inteligencia musical. Un poco más tarde, Forrest Gump nos demuestra que lo importante es la inteligencia emocional, las relaciones interpersonales, el buen contacto social. Ante la fragmentación de la inteligencia, la política se decide por una sociedad a la carta.

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Cuando pedimos ahora una mayor inteligencia política, ¿a qué nos referimos? ¿Estamos buscando más orden y clasificación, más competición, mayor bienestar subjetivo o que cada grupo se las arregle como pueda? ¿Pensamos quizá en la inteligencia política de Ciscar o en la de Romero, en la de Otegi o en la de Arzalluz, en la de Blair o en la de Jospin? ¿Estamos pidiendo un Ama-deus especializado o un Forrest Gump comprensivo y socialmente movilizado?

Hemos conseguido multiplicar las inteligencias para que todos tengamos derecho a alguna de ellas. Pero en el momento en que un realismo trasnochado golpea con fuerza nuestra razón en Seattle, en el País Vasco, en Cádiz o en Valencia, volvemos a reclamar una mayor inteligencia política, una inteligencia superior que nos solucione el problema. Y eso no es serio.

Las dificultades sociales no tienen soluciones milagrosas. Si la inteligencia está distribuida entre todos nosotros, si todos participamos en una inteligencia compartida, los remedios también tienen que ser colectivos y no pueden depender exclusivamente de unas cuantas personas, al margen de su mayor o menor representatividad. No somos espectadores inteligentes, tenemos derecho a conocer lo que se está negociando en Seattle, en el País Vasco, en Cá-diz o en Valencia, para construir entre todos soluciones inteligentes. Los salvadores ya no están de moda y, además, siempre pasan factura.

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