Tribuna:

Imposturas capitales MIQUEL BARCELÓ

Con justeza y alguna fundada alarma el señor Xavier Bru de Sala (El PAÍS, Quadern 10-6-1999) dio noticia de la publicación en catalán del libro de Jean Bricmont y Alan Sokal Impostures intel.lectuals (Empúries, 1999). Posteriormente el doctor Adolf Tobeña (L"Espill, 2, 1999) discutió, con mayor detalle que la forzosamente breve reseña de diario del señor Bru de Sala, una de las cuestiones que a partir del libro pueden plantearse: ¿hay que enterrar las "humanidades"? Comprensiblemente, los dos autores esquivan una respuesta clara, aunque el doctor Tobeña formulara la pregunta en el título mismo...

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Con justeza y alguna fundada alarma el señor Xavier Bru de Sala (El PAÍS, Quadern 10-6-1999) dio noticia de la publicación en catalán del libro de Jean Bricmont y Alan Sokal Impostures intel.lectuals (Empúries, 1999). Posteriormente el doctor Adolf Tobeña (L"Espill, 2, 1999) discutió, con mayor detalle que la forzosamente breve reseña de diario del señor Bru de Sala, una de las cuestiones que a partir del libro pueden plantearse: ¿hay que enterrar las "humanidades"? Comprensiblemente, los dos autores esquivan una respuesta clara, aunque el doctor Tobeña formulara la pregunta en el título mismo de su artículo. No es ninguna broma. En mi opinión, la respuesta es sí y no. No, si se piensa en un entierro ceremonial, acordado por instancias poderosas; por ejemplo, en suprimir las enseñanzas de historia y filosofía de las escuelas y universidades. Además de inútil y quizá aun grosero, hacerlo pondría en marcha aquella consabida apologética de los tesoros culturales de guardar, de la necesidad de mantener referentes de identidad y, en última instancia, del valor ejemplar del pasado humano y de las convenciones de comportamiento ético alcanzadas hasta ahora, a finales del siglo XX después de Cristo. Y sí, si se piensa que a pesar de su enorme utilidad -no pudo haber, en rigor, expansión colonial, esto es, pasado de Europa, al menos aquella que hubo, desde el siglo XVI, sin la materia elaborada por las "humanidades"- son un fraude a la razón.Con tales "humanidades" no se pretende nunca establecer conocimientos precisos sobre el funcionamiento de la especie. Al contrario, la verdad por alcanzar especulativamente es que no hay verdad, que no puede haberla, tan grande es el rango de variaciones, y que el humano tiene el privilegio, pues, de escaparse a su propia razón. Que la especie no puede ser objeto de previsiones cualquier lector de Darwin, que no es lectura habitual entre historiadores y letrados, lo sabe, como también lo sabe cualquier viejo de ahora que vivió su media vida anterior en un mundo campesino. Probablemente no hay vida orgánica que sea predecible, al menos en todas sus secuencias. Pero algunas sí lo son. La reproducción y las formas sociales de apareamiento, hasta ahora, han podido ser separadamente descritas como demografía, y parece obvio que ser más es un supuesto poco discutido y de interés nacional. Si, mediante culta asistencia, se reconoce en el ciclo épico de Gilgamesh -unos 1.500 años más viejo que el de Homero- el mismo sujeto que en las novelas de Joseph Conrad, Herman Melville y Charlotte Bronte, es sin duda que hay algo repetido y repetible y que implica, a su vez, consideraciones sobre tamaños y formas. Los de "humanidades" llaman a esto condición humana y salen del probador con traje nuevo. No hay, sin embargo, nada que conservar y que pueda, en efecto, ser enterrado. Por mucho que intelectualmente se intentara entre guerras -elija el lector sus preferidas- no hay saberes de "humanidades" abstractamente ajenos a su práctica específica en contextos sociales bien determinados; ni, por lo tanto, rasgos descontextualizados que puedan, libres de sospecha, ser transmitidos. Ahora bien, la ficción y el fraude consisten en esto: en la transmisión que el saber de "humanidades" es, justamente, la imposibilidad de reconocer en la especie algo que no sea un relato de ruido y furia contado por un loco. Y de esto nos encargamos en letras. En este sentido, y para reconocimiento de servicios prestados, el debate sobre el futuro de la Universidad debería siempre distinguir entre letras y ciencias.

El libro de J. Bricmont y A. Sokal es el mayor, cuanto más modesto y comedido de lenguaje, derrumbe del intento de constituir alternativas, de más aparente rigor, al discurso tradicional de las "humanidades". Este intento se limitó a introducir el uso de jergas y nociones fragmentarias e imperfectas derivadas de planteamientos y prácticas de "ciencias". El objetivo de todo ello era, sin embargo, el mismo de siempre, el de las viejas "humanidades": el humano no es cognoscible. Incluso, como siempre, puede académicamente

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