Tribuna:

¡Qué pena!

Pensando en los semáforos y en la posible dificultad de aparcamiento llegué a la Isla de la Cartuja con bastante tiempo y esperé a que el Furamóvil iniciara su recorrido rodeada de jóvenes, algunos con bolsas de plástico en las que tintineaban botellas, otros haciendo juegos de malabarismo, un coche con las puertas abiertas y música estridente...Las puertas abiertas de un coche son molestas, pero las de la bodega de un barco llena de pipas de girasol, dejando entrar el aire y permitiéndote respirar, deben ser un milagro. En cualquier caso, cuando se apagaron las luces se hizo el silencio hasta...

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Pensando en los semáforos y en la posible dificultad de aparcamiento llegué a la Isla de la Cartuja con bastante tiempo y esperé a que el Furamóvil iniciara su recorrido rodeada de jóvenes, algunos con bolsas de plástico en las que tintineaban botellas, otros haciendo juegos de malabarismo, un coche con las puertas abiertas y música estridente...Las puertas abiertas de un coche son molestas, pero las de la bodega de un barco llena de pipas de girasol, dejando entrar el aire y permitiéndote respirar, deben ser un milagro. En cualquier caso, cuando se apagaron las luces se hizo el silencio hasta que sonó el Furamóvil con sirena de barco. Si los rumanos llegaron a oír la sirena de su barco, la oirían con esperanza. Con miedo, pero con esperanza.

Una traca de petardos, otra sirena y destaparon un barco-autobús de dos pisos, una especie de máquina abarrotada de complicados ingenios, un buen diseño gris ceniciento y como cutre, tipo ciencia-ficción de un futuro tras la destrucción de nuestra civilización. Civilización. La misma que la de los seis rumanos asfixiados.

Entonces me acerqué a ver la máquina y me gustó, pero hoy me produce aprensión. Muchos querían subir a ella, y los elegidos tenían que pedalear y accionar palancas que hacían avanzar el Furamóvil y esparcían una lluvia de minúsculas bolitas de plástico sobre los espectadores cercanos.

Pedaleaban y pedaleaban frenéticamente hasta que les conducían a un tobogán hinchable, por el que bajaban al suelo, para sustituirlos inmediatamente por otros pedaleadores. Comenzaron a bajar y a subir cubos que pronto supimos llenos de agua. Un grupo de jóvenes cercanos gritaba "¡más agua, más agua!", y los cubos los baldeaban a ellos y a los trabajadores del pedal con inusitada frecuencia. Al cuarto de hora el autobús estaba atestado de gente empapada y la diversión era general.

Era divertido verlo, y me divertiría contándolo si no fuera porque el agua, la sirena, la oscuridad y la juventud me recuerdan la tragedia de los seis rumanos asfixiados. Es sólo un caso más, pero no me lo puedo quitar de la cabeza.

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