Tribuna:

Compromiso

J. M. CABALLERO BONALD La digna voz acusadora de un escritor acentúa siempre el silencio acomodaticio de la mayoría de sus colegas. Eso es lo que suele ocurrir hoy y lo que también puede asociarse a la actitud de Günter Grass, quien nunca ha dejado de combatir contra todo aquello que colisionaba con su sentido de la justicia o la libertad. No abundan ya esas normas de conducta literaria. En un mundo como el nuestro, hostigado por tantos consecutivos desmanes, quienes más debían de arriesgarse a poner el dedo en la llaga son paradójicamente los que más se desentienden de esos virulentos acosos...

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J. M. CABALLERO BONALD La digna voz acusadora de un escritor acentúa siempre el silencio acomodaticio de la mayoría de sus colegas. Eso es lo que suele ocurrir hoy y lo que también puede asociarse a la actitud de Günter Grass, quien nunca ha dejado de combatir contra todo aquello que colisionaba con su sentido de la justicia o la libertad. No abundan ya esas normas de conducta literaria. En un mundo como el nuestro, hostigado por tantos consecutivos desmanes, quienes más debían de arriesgarse a poner el dedo en la llaga son paradójicamente los que más se desentienden de esos virulentos acosos de la historia. Resulta innegable que el concepto de compromiso -que tanto afectó en los años cincuenta y sesenta a los escritores de mi edad- ha pasado de moda, carece de incentivos prácticos. La fusión entre la crítica social y el ejercicio de la literatura es ya un empeño vagamente desprestigiado. Bien es verdad que semejante alianza rara vez produjo frutos artísticos estimables. Pero esa evidencia en ningún caso debe suponer que el escritor se abstenga de una responsabilidad inherente a su propio oficio: erigirse en conciencia del cuerpo social al que pertenece. Günter Grass es en ese sentido un acabado paradigma, incluso dentro de sus contradicciones. Recuerdo muy bien su paso por Sevilla en 1992, cuando dio una conferencia sobre el doble filo histórico de la Europa de entonces y yo me encargué de presentarlo. Mi experiencia de lector del novelista alemán era algo exigua pero suficiente: conocía El tambor de hojalata -editada primeramente en México, ya que la censura franquista la prohibió en España-, El rodaballo, Malos presagios y algún poema suelto. Ahí estaba básicamente exhibido el mudable rango literario de Grass y su temple como crítico de un tiempo histórico: todo eso que acabó convirtiéndolo en un escritor -y un político por libre- especialmente incómodo para los conservadores. Compartí aquella vez con Günter Grass el ritual itinerante de Sevilla: las copas, la cocina popular, las fábulas residuales, los escenarios inamovibles, los embrujos de quita y pon. Se había convenido un encuentro con el guitarrista gitano Pedro Bacán y, a partir de ahí, la noche empezó adecuadamente a no tener paredes. En ningún momento mostró Günter Grass el menor interés en hablar de literatura -una deferencia que lo honra-, sino en internarse por los vericuetos de una especie de variante del mestizaje aplicado a la cultura popular andaluza. Descubrí entonces ese noble apego del novelista por las minorías étnicas gitanas. Y ahora me entero que va a destinar una buena parte de la dotación del premio Nobel a una fundación que lleva su nombre dedicada a los cíngaros. Estoy muy de acuerdo con esa coherencia operativa de quien tanto ha condenado los lastres del presente histórico: la crueldad con los inmigrantes y refugiados, las trampas del proceso de unificación de su país, los fascismos encubiertos, la institucionalización de la barbarie. Y todo ello sancionado con la autoridad moral de quien sabe que entre el pensamiento único y la moneda única, lo que se pretende es que sólo quepa el rebaño único.

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