Tribuna

El rey del fado

Solía aparecer por sorpresa entre las luces del estadio, zumbando bajo el uniforme verdoso del Sporting de Lisboa como una avispa enfurecida. La verdad es que entonces tenía un porte algo desgalichado para los gustos del momento. Las barras horizontales de la camiseta desdibujaban misteriosamente su figura, tal como las manchas de camuflaje descomponen el perfil de los comandos, y no se sabía muy bien si su costumbre de prescindir del elástico de las medias era una debilidad estética o una de esas manías que persiguen a los deportistas hasta atraparlos en un inflexible ritual. El caso es que s...

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Solía aparecer por sorpresa entre las luces del estadio, zumbando bajo el uniforme verdoso del Sporting de Lisboa como una avispa enfurecida. La verdad es que entonces tenía un porte algo desgalichado para los gustos del momento. Las barras horizontales de la camiseta desdibujaban misteriosamente su figura, tal como las manchas de camuflaje descomponen el perfil de los comandos, y no se sabía muy bien si su costumbre de prescindir del elástico de las medias era una debilidad estética o una de esas manías que persiguen a los deportistas hasta atraparlos en un inflexible ritual. El caso es que saltaba al campo, invocaba a José Augusto o Garrincha, murmuraba algún conjuro, pedía la pelota y le tomaba la tensión entre los dedos.Con la vibración del partido su aspecto se hacía inconfundible. En primer lugar, sus espinilleras parecían piezas de armadura; en segundo, los pliegues del uniforme de su equipo, el mejor equipo portugués del momento, colgaban desigualmente a su alrededor y le daban un llamativo aspecto de principiante. Además, las relaciones con su peluquero no parecían ir por muy buen camino: o le rasuraban demasiado el cogote o se olvidaban de igualarle la melena, pero llevaba sobre la cabeza un penacho móvil como una veleta.

Cuando recibía el balón, las cosas se aclaraban inmediatamente: metía dos amagos, salía por la derecha pegando flequillazos, y los espectadores empezaban a preguntarse quién era aquel pájaro loco. Podía parecer un aspirante obsesionado por llamar la atención, pero probablemente era uno de esos artistas que sólo se inspiran en condiciones especiales: cuando la brisa sopla con la intensidad conveniente, cuando la marabunta ruge en la grada o cuando las mariposas discuten bajo los focos. Se llamaba Luis Figo.

Pronto se supo que, después de padecerlo ante su propio equipo en la Copa de la UEFA, Valdano suspiraba por él, y que en la primavera del 95 había recomendado su contratación a la directiva del Madrid. Sin embargo el fichaje era demasiado caro para potentados de boquilla: al parecer sus patrones portugueses pedían por él la desorbitada suma de 300 millones de pesetas. Como era de esperar acabó en el Barcelona.

Desde entonces, desaparecidos Cruyff, Romario, Laudrup y Stoichkov, Luis cambió de peinado, puso su escuela de fado en Canaletas y se convirtió en el quinto elemento. Hoy no es fácil elegir el mejor recurso de su repertorio. Quizá sea su facilidad para romper la línea del frente: solo él sabe si todo acabará en un ajustado centro sobre puerta o en un último acelerón para enganchar con el delantero centro. O quizá su secreto mejor guardado sea su maestría para camuflarse en la izquierda, su tacto para recortar hacia el interior y, alcanzado el punto desde el que se hacen visibles los ángulos muertos, su frialdad para meter un disparo que empieza derivando hacia el banderín de córner y termina entrando por la escuadra.

O acaso su grandeza esté en su pasión por las situaciones críticas, ya sea ante el Arsenal o ante la Fiorentina. Siempre que suba la fiebre, siempre que haga falta un kamikaze, allí estará él, tan leal y tan tozudo, dispuesto a intentar el regate definitivo.

Luego, pase lo que pase, bajará la cabeza como apesadumbrado, y volverá a su campo con su ceño de recitador y con el mapa de Lisboa escrito en la cara.

Tócala otra vez, Luis.

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