Tribuna:

ARTE Y PARTE Daaalí ORIOL BOHIGAS

Hace pocos días asistí a una de las primeras representaciones de Daaalí, la última producción de Els Joglars bajo la batuta inteligente y acertadamente arriesgada de Albert Boadella. Un espectáculo excelente dentro de la línea habitual de sus sucesivos éxitos, una línea que ha modificado muchas costumbres anquilosadas de nuestro teatro y que presenta suficientes alusiones populares, divertimentos, referencias a los diversos escepticismos políticos, críticas costumbristas bastante radicales, eslóganes libertarios de izquierda y de derecha como para ser comprendido por un público plural y para ...

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Hace pocos días asistí a una de las primeras representaciones de Daaalí, la última producción de Els Joglars bajo la batuta inteligente y acertadamente arriesgada de Albert Boadella. Un espectáculo excelente dentro de la línea habitual de sus sucesivos éxitos, una línea que ha modificado muchas costumbres anquilosadas de nuestro teatro y que presenta suficientes alusiones populares, divertimentos, referencias a los diversos escepticismos políticos, críticas costumbristas bastante radicales, eslóganes libertarios de izquierda y de derecha como para ser comprendido por un público plural y para acreditar una posición cultural exigente que le redime de cualquier crítica vulgar. El montaje, la trama escénica, la plasticidad visual, la extrema calidad de los actores, la agilidad de las secuencias con que se relacionan los sucesivos shows, son de una altísima calidad, capaz de interesar y divertir a un público de vocación dispersa durante un par de horas y hasta de hacerle reflexionar sobre temas locales de cierta trascendencia. La secuencia es extraordinariamente hábil con muy pocos baches, excepto quizá la inútil escena del barbero chapliniano y, sobre todo, el ridículo encuentro con Velázquez. Pero en conjunto se trata de un espectáculo de calidad infrecuente en un país en el que, a pesar de las habituales autosatisfacciones, estamos acostumbrados a abandonar las plateas en el primer entreacto, tanto si se trata de interpretaciones de Shakespeare como de Brossa, de Goldoni como de Sagarra. Pero, como siempre ocurre en las grandes obras, lo mejor de este espectáculo es la contradicción atractiva y sugerente de su contenido conceptual. Boadella, en la presentación del espectáculo, afirma que quiere explicar un Dalí "sincero, ingenioso, provocador, imprevisible y libertario (...), un ser ecológicamente imprescindible para contrarrestar el empalagoso exhibicionismo de bondad farisaica que nos invade". Dalí, según Boadella, "detestaba el buen gusto burgués y la arrogancia de las élites intelectuales, que contraatacaban este desprecio, relegando su enorme lucidez entre la locura y la comercialidad". El espectáculo teatral parece esforzarse honestamente en esta interpretación. Pero lo mejor y lo más positivo es que no lo consigue. Al contrario: la versión de Els Joglars acaba sugiriendo -no sé si con voluntad explícita o porque la realidad es más potente que la hermenéutica benevolente- que Dalí fue no sólo un personaje inexistente en la historia de la pintura -exceptuando determinados periodos casi no referidos en la pieza teatral- sino, además, un personaje despreciable en la historia de la sociología. Ni la divertidísima escena en la que la vanguardia pictórica internacional -los "payasos" Kandinsky, Tàpies, Mondrian, Pollock- se contrapone a la "perfección" de su obra pictórica representada por la imagen de la famosa espalda de Gala -una de las pinturas más farisaicas de la historia moderna-, ni el truco de sonorizar con la Internacional los pedos de Gala para satisfacer ridículamente al "pequeño" Picasso, ni el paternalismo sobre los infantiles recursos de Miró, ni los exabruptos que le acreditaron como showman en la sociedad bienpensante del liberalismo mercantil americano, ni la pretendida asepsia política que culmina en el franquismo bien pagado, logran describirnos un personaje moral, ni siquiera un auténtico episodio social revulsivo. Describen, en cambio, lo que realmente fue: ni ingenioso, ni libertario, ni ecológicamente imprescindible, ni un luchador permanente contra el mal gusto burgués, ni lúcido entre la locura y la comercialidad. Simplemente lúcido en las operaciones de un mercado sin base cultural. Insisto en que este fenómeno contradictorio es lo más atrayente de Daaalí. La calidad -y la honestidad- descriptiva, los aciertos anecdóticos y sus sublimaciones categóricas, la misma línea argumental, parecen ser instrumentos para contradecir lo que se presentaba como intención inicial. O quizá esta contradicción es precisamente uno de los efectos teatrales ya previstos por la genial pericia de Boadella para mantener tensos los diversos interrogantes del proceso argumental y para extender la crítica desde el propio Dalí a toda la sociedad, a todo lo que respira esta sociedad, incluido el que tenía que ser el héroe acusador. Así, no es Dalí quien se levanta contra el "empalagoso exhibicionismo de bondad farisaica que nos invade". Es Boadella con todos sus Joglars. No queda títere con cabeza, y aunque ciertos públicos aceptarán la obra como una consideración positiva del famoso personaje ampurdanés y se divertirán con ella, otros entenderán que la primera cabeza despreciable es precisamente la de Dalí, el conspicuo títere protagonista.

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