Tribuna:

Tiempos de crisis, tiempos de sosiego

Me resisto a pensar que en el futuro se hable de la década finisecular como la del fin de una sociedad abierta al pluralismo y mayoritariamente progresista tal cual creíamos la valenciana. Pero lo cierto es que han bastado ocho años para que las grietas desaparecidas en aquella mayoría social de progreso que permitió superar la crisis económica y recuperar el autogobierno, se hayan transformado en profunda brecha que amenaza, mediante las dañinas potencialidades de una mayoría absoluta conservadora, con destruir lo conseguido entonces. El hecho es que en 1991, los socialistas aventajaban a los...

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Me resisto a pensar que en el futuro se hable de la década finisecular como la del fin de una sociedad abierta al pluralismo y mayoritariamente progresista tal cual creíamos la valenciana. Pero lo cierto es que han bastado ocho años para que las grietas desaparecidas en aquella mayoría social de progreso que permitió superar la crisis económica y recuperar el autogobierno, se hayan transformado en profunda brecha que amenaza, mediante las dañinas potencialidades de una mayoría absoluta conservadora, con destruir lo conseguido entonces. El hecho es que en 1991, los socialistas aventajaban a los populares en 301.000 votos y hoy son éstos los que superan a aquellos en 315.000. Casi la quinta parte del cuerpo electoral -más si contamos sólo votos reales- ha cambiado su ubicación en el espectro político. ¿Significa esto que la sociedad en su conjunto se ha derechizado? Algunos datos así lo apuntan. Por ejemplo, crecen sectores susceptibles de derechizar su voto (esas clases medias vinculadas al desarrollo del mercado muy sensibles a la fatiga fiscal o el creciente conjunto de pensionistas, siempre reacios al cambio y proclives al apoyo a la estabilidad gubernamental), mientras menguan cuantitativamente los de clásica fidelidad a la izquierda (el proletariado industrial, los jornaleros o los agricultores a tiempo parcial). Pero aún así, conviene no exagerar tales cambios todavía en fase de transición. De hecho, las encuestas siguen repitiendo el dado del posicionamiento mayoritario de esta sociedad en el centro izquierda. Y aunque sea una forma grosera de análisis, sumar los resultados de los partidos por bloques de izquierda y derecha, nos invita a pensar que el espacio de la izquierda (PSPV, EU, Bloc) se ha contraído relativamente al estancarse en el millón y pico de votos en un censo creciente, cuando el de la derecha (PP, UV, CDS) crece en parecida medida al propio censo. Dicho de otro modo, la izquierda ha dejado en la abstención parte de sus votantes y ganado poco entre las nuevas cohortes de electores en tanto la derecha ha concentrado sus clientelas, más lo que haya ganado entre jóvenes y antiguos votantes de izquierda, en un solo partido, el PP. No sería, pues, aventurado plantear como hipótesis para el debate que no se trataría tanto de las consecuencias de una profunda transformación social -por más que deba tenerse en cuenta a otros efectos- cuanto del dispar éxito de los partidos políticos para ganar la confianza de sus respectivas clientelas electorales. En ese sentido, la izquierda padecería lo que en ciencia política suele llamarse una "crisis de representación" es decir una situación en que los partidos no consiguen hacerse reconocibles para sus propias bases sociales como los adecuados defensores de sus intereses. Y llegados a este punto, sí cabe sospechar que pocos han hecho tanto por hacer irreconocible su proyecto como los mismos partidos de izquierda. No me referiré a IU, cada vez más empeñada y encerrada en estrategias de conflicto sin mediación ni alternativa -inaudita y pintoresca dimisión de Anguita incluida- pero sí el PSOE-PSPV entre cuyos votantes, partidarios y colaboradores me cuento de forma irreversible, pero cuya tendencia a instalarse en las dulces derrotas me preocupa acabe conduciendo a un coma diabético. Nunca han sido fáciles las transiciones en el socialismo español. Pocos recuerdan que incluso fuimos incapaces desde Toulouse a Suresnes de encontrar un secretario general que ocupase el sillón dejado por Llopis. Había -y hay- demasiada cultura de aparato, demasiada desconfianza en la crítica, demasiada complicidad de clanes y excesiva fidelidad al jefe como factor de la cohesión interna. Y sin embargo, después de Suresnes el partido renovado (en el 77 se presentaron aún dos PSOE, un con "h" de histórico y otro con "r" de renovado) supo aunar voluntades sin silenciar críticas, cohesionar grupos procedentes de diversísimas culturas políticas y en definitiva, abrirse a la sociedad haciéndola partícipe de su proyecto. No, no fue el poder el artífice del éxito, más bien al contrario, sería el poder el que generaría las actitudes de enroque características de los noventa. Si entonces fue posible la renovación fue porque se reaccionó como lo hacían antaño los partidos de izquierda: sometiendo a discusión el pasado y alentando la aparición de alternativas integradoras. Es una dinámica que debe recuperarse. A fin de cuentas, en esta sociedad tan segmentada difícilmente puede ofrecerse como gestor de intereses diferentes quien no sabe siquiera soldar las voluntades internas, difícilmente puede articular solidaridades colectivas quien no sabe, puede o quiere articular mayorías estables entre su propia gente. No es pese a todo, tan difícil. Existe una base social amplia y de imposible desaparición en la medida en que el capitalismo seguirá generando desigualdades, una posición electoral sólida y una fuerza municipal nada despreciable. Necesita, eso sí, una buena dosis de sosiego para el debate, una no menor de generosidad para recomponer sus relaciones internas, algo de inteligencia para reconstruir su proyecto y decisión para aplicarse al trabajo diario al costat de una ciudadanía en la cual subsisten importantes elementos de contenido progresista.

Joaquín Azagra Ros es profesor de la Universidad de Valencia.

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