Tribuna:

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA En los plomizos colegios del franquismo los niños que eran seguidores del Real Madrid caminaban con la misma arrogancia con la que los jugadores del equipo de la capital saltaban a los estadios de toda España. Intocable y poderoso, guiado por el férreo timón de Santiago Bernabéu durante cerca de 20 años, el Real Madrid se convirtió en símbolo de un país de fútbol y de toros, de flamenco y de folclóricas. "Embajador de España", "gloria de la furia racial" y "prototipo de virtudes para la juventud" fueron algunas de las rimbombantes expresiones que los voceros de la dictadu...

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MIGUEL ÁNGEL VILLENA En los plomizos colegios del franquismo los niños que eran seguidores del Real Madrid caminaban con la misma arrogancia con la que los jugadores del equipo de la capital saltaban a los estadios de toda España. Intocable y poderoso, guiado por el férreo timón de Santiago Bernabéu durante cerca de 20 años, el Real Madrid se convirtió en símbolo de un país de fútbol y de toros, de flamenco y de folclóricas. "Embajador de España", "gloria de la furia racial" y "prototipo de virtudes para la juventud" fueron algunas de las rimbombantes expresiones que los voceros de la dictadura utilizaron para paliar el hambre de los estómagos con un hartazgo de goles. No resulta extraño, pues, que el Real Madrid fuera abucheado, allá donde jugara como visitante, en una suerte de válvula de escape de unas multitudes que pocas oportunidades tenían de gritar sus enojos a los cuatro vientos. Aquel Madrid de los Di Stefano, Amancio, Puskas, Zoco o Velázquez arrollaba a sus adversarios y los humillaba con una letanía de ligas y de copas. Ser del Madrid trascendió los límites de la adscripción a un club para derivar en una seña de identidad. "Hoy es un día histórico para todos los que no somos madridistas", me espetó ayer con teatral solemnidad un compañero de este periódico tras los seis inolvidables goles que el Valencia le endosó el miércoles al Real Madrid. Porque todos aquellos que hemos crecido con las amarguras y los sinsabores de militar en otros equipos -con la excepción del Barça que siempre ha sido más que un club- nos hemos agrupado, casi de forma espontánea, en una liga de los sin bata. Convertido en un gigantesco negocio económico y en un espectáculo de masas, transformados los clubes en auténticas multinacionales del balón, el fútbol sigue apelando a sentimientos irracionales anclados en la historia colectiva y en las peripecias individuales. Por ello, los miles de niños que hubimos de soportar la soberbia de los madridistas del pupitre vecino celebramos ayer con júbilo que el rival de siempre mordiera el polvo.

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