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FÉLIX BAYÓN Hace tiempo que las campañas electorales han dejado de proporcionar emociones fuertes. Ni los insultos, ni los chistes facilones, ni la aparición de extravagantes candidatos como los del GIL animan a la afición, que se queja de que esta campaña es como las demás. Es decir, aburrida. Quizá se exagera algo. Cuando este país era una dictadura, siempre soñé con el día en el que pudiéramos ser una tediosa democracia, como esas que parecen existir de siempre en los países lluviosos. Pero aún nos sigue faltando un buen trecho: difícilmente la nuestra será una democracia digna mientras a...

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FÉLIX BAYÓN Hace tiempo que las campañas electorales han dejado de proporcionar emociones fuertes. Ni los insultos, ni los chistes facilones, ni la aparición de extravagantes candidatos como los del GIL animan a la afición, que se queja de que esta campaña es como las demás. Es decir, aburrida. Quizá se exagera algo. Cuando este país era una dictadura, siempre soñé con el día en el que pudiéramos ser una tediosa democracia, como esas que parecen existir de siempre en los países lluviosos. Pero aún nos sigue faltando un buen trecho: difícilmente la nuestra será una democracia digna mientras abunden los insultos, los chistes facilones y las candidaturas con probabilidades de éxito encabezadas por delincuentes sin escrúpulos. Probablemente, la gente tenga algo de razón a la hora de quejarse de aburrimiento. Una campaña tras otra vemos a los mismos candidatos repetir idénticos gestos: se suben a los autobuses, van a los mercados y acarician niños. (Es curioso, por cierto, que ni la paranoia antipedófila que venimos sufriendo en los últimos tiempos haya podido erradicar esta rutina). Pero antes de montarse en autobús para que les saquen bien campechanos los de las teles, los candidatos toman precauciones y memorizan el precio del billete. Tratan de evitar el histórico patinazo de Valéry Giscard d"Estaing, que apareció en los carteles de unas presidenciales francesas saliendo de una boca de metro y, en una entrevista por televisión, fue incapaz de adivinar el costo del trayecto. Quizá sea eso la democracia moderna. Ya no vale aquello de que la democracia es un sistema de gobierno en el que sólo el lechero -y no la policía- puede permitirse despertar a los ciudadanos. A finales del milenio, un sistema democrático es aquel en el que los aspirantes al poder deben memorizar el precio de los transportes públicos una vez cada cuatro años. Vengo siguiendo con interés la lucha iconográfica entablada por los candidatos a la alcaldía de Málaga. Me sorprendió ver que los periódicos consideraran noticia -y, por tanto, insólita- la imagen del candidato de Izquierda Unida exhibiendo un bonobús. Pero sí, es insólita. Esto no es Escandinavia: en un país como el nuestro en el que partidos y sindicatos se alimentan -y muy bien- de las arcas públicas y no de sus afiliados, ver a un dirigente en autobús sigue siendo noticia. Las campañas electorales sirven también para eso: para que los candidatos traten de convencer a su potencial clientela de que ellos son gente corriente. Quizá ésta sea la causa de que buena parte de las batallas iconográficas de las elecciones se desarrollen en mercados. En las dos últimas semanas, los candidatos a la alcaldía malagueña han posado sonrientes, un montón de veces, frente a jureles, salmonetes, acelgas y nectarinas. Todos trataban de poner cara de buena gente, de vecino amable. Ha sido un gran error de la oposición situar esta batalla en un terreno en el que tiene todas la de perder. Sólo Celia Villalobos sabe sopesar un melón con gesto de sabiduría y sonreír al frutero con la picardía y la desconfianza justas. No sé si será la candidata más honesta y capaz. Lo que no cabe duda es de que es la única que resulta convincente arrastrando el carrito de la compra.

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